ESENCIA –
11/01/2025
Damos a la
palabra Revolución el sentido de un movimiento que persigue destruir un poder o
un orden legítimo e instalar en su lugar un estado de cosas, intencionalmente
no decimos orden de cosas, o un poder ilegítimo.
En ese sentido
una revolución puede ser incruenta. Esta de que nos ocupamos se desarrolló y
continúa desarrollándose por toda suerte de medios, algunos de los cuales
cruentos, y otros no. Las dos guerras mundiales del pasado siglo, por ejemplo,
consideradas en sus consecuencias más profundas, son capítulos de ella, y de
los más sangrientos. Mientras que la legislación cada vez más socialista de
todos o casi todos los pueblos de hoy constituye un progreso importantísimo e
incruento de la Revolución.
La Revolución
ha derribado muchas autoridades legítimas, sustituyendolas por otras sin ningún
título de legitimidad. Pero sería errado pensar que ella consiste sólo en esto.
Su objetivo principal no es sólo la destrucción de éstos o de aquellos derechos
de personas o familias. Más que esto, ella quiere destruir todo un orden de
cosas legítimo, y sustituirlo por una situación ilegítima. Y “orden de cosas”
aún no lo dice todo. Lo que la Revolución pretende abolir es una visión del
universo y un modo de ser del hombre, con la intención de sustituirlos por
otros radicalmente contrarios.
En efecto, el
orden de cosas que viene siendo destruido es la Cristiandad medieval. Ahora
bien, esa Cristiandad no fue un orden cualquiera, posible como serían posibles
muchos otros órdenes. Fue la realización, en las circunstancias inherentes a
los tiempos y lugares, del único orden verdadero entre los hombres, o sea la
civilización cristiana.
En la Encíclica
Immortale Dei, León XIII describió en estos términos la Cristiandad medieval:
“Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En esa
época la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las
leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y
todas las relaciones de la sociedad civil. Entonces la religión instituida por
Jesucristo, sólidamente establecida en el grado de dignidad que le es debido,
era floreciente en todas partes gracias al favor de los príncipes y a la
protección legítima de los magistrados. Entonces el sacerdocio y el imperio
estaban ligados entre sí por una feliz concordia y por la permuta amistosa de
buenos oficios. Organizada así, la sociedad civil dio frutos superiores a toda
expectativa, cuya memoria subsiste y subsistirá, consignada como está en
innumerables documentos que ningún artificio de los adversarios podrá corromper
u obscurecer”.
Así, lo que ha
sido destruido desde el siglo XV hasta aquí, aquello cuya destrucción ya está
casi enteramente consumada en nuestros días, es la disposición de los hombres y
de las cosas según la doctrina de la Iglesia, maestra de la Revelación y de la
ley natural. Esta disposición es el orden por excelencia. Lo que se quiere
implantar es, per diametrum, lo contrario a esto. Por tanto, la
Revolución por excelencia.
Sin duda, la
Revolución tuvo precursores, y también prefiguras. Hubo en diversas ocasiones,
pueblos o grupos humanos que intentaron realizar un estado de cosas análogo a
las quimeras de la Revolución, pero todos estos sueños, todas estas prefiguras
poco o nada son en comparación con la Revolución en cuyo proceso vivimos, que
constituye algo sin par en la Historia.