OPTIMISMO –
14/12/2024
San Juan de la
Cruz nació en 1542 y fue el gran reformador de la rama masculina de la Orden
del Carmen. Es doctor de la Iglesia porque en todos los asuntos de la vida
mística profundizó maravillosamente.
Una de sus
máximas dice: “De las pequeñas cosas se llega a las grandes y el mal, que al
principio parecía poco considerable, se vuelve después muy grande y sin
remedio”.
El espíritu
liberal es llevado a considerar que todo va ir siempre bien y que por tanto se
debe ser despreocupado, optimista y que se deben dejar las cosas correr. El
optimismo es un trazo del espíritu inherente al liberalismo y al naturalismo.
El individuo
naturalista es quien no cree en la Revelación, en lo sobrenatural y, por causa
de eso, no acredita en el castigo de Dios.
Quien no cree
en el pecado original es un optimista, piensa que todos los hombres son buenos
y cuando sucede algo ruin se queda muy sorprendido.
Sucede que el
espíritu antiliberal sabe que lo contrario es verdad: el hombre tiene de sí una
gran propensión hacia el mal y este fácilmente crece en su alma. De manera que
cuando se consiente en cosas malas, que apenas están comenzando, rápidamente
aquello puede llegar al extremo del mal.
Por ejemplo,
nada hace más daño a el alma que delante de cosas importantes, quedarse
indiferente. Eso vuelve el alma presa de la acedia, lo que santo Tomás de
Aquino llama inapetencia para el bien. Esa inapetencia es la muerte del amor de
Dios, el cual muere a base de mantenernos indiferentes a lo que viene de Él.
¿Por qué? Porque estamos pensando en nosotros mismos.
Ahora, San
Agustín afirmó que en el mundo hay dos ciudades y dos tipos de hombres: los que
llevan el amor a Dios hasta el olvido de sí mismos y los que llevan el amor a
sí mismos hasta el olvido de Dios. Quien pertenece al primer tipo es de la
ciudad de Dios, quien, al segundo, es de la ciudad del demonio.
Todo aquello
que en el hombre lleva hacia el mal encuentra inmediatamente grandes
resonancias, grandes afinidades, razón por la cual, por poco que se consienta,
ya es una llamarada y un incendio que se desata. En cuanto comienza la gente
debe prever, que lo que en el comienzo es poco, y que se aplasta sin
dificultad, puede después hacerse un incendio enorme. Eso que es un principio
de vida espiritual, es también un principio de gobierno. La sabiduría manda
eso: “principiis obstat”, obstaculizar el mal desde el principio. No
dejarse arrastrar por la idea de que el mal, al comienzo, es poco peligroso.
El Papa León X
no reprimió el protestantismo al comienzo pensando que era una pelea de frailes
y el resultado fue que la “pelea de frailes” dilaceró Europa.
Muchos hechos
tomaron proporciones catastróficas, siendo que cuando eran pequeños podrían
haber sido atajados.
Eso se nota,
también, por una especie de simbología maravillosa, en la propia naturaleza.
Los incendios, en general, comienzan en una pequeña cosa y son fáciles de
apagar, pero se expanden enormemente. Destruir el mal es difícil, propagar el
mal, incluso en el orden material, no lo es. Inocular una enfermedad en alguien
es fácil, lo difícil es curar a alguien de esa misma enfermedad.
Es decir, ese
estado de espíritu desconfiado, vigilante, que ve el comienzo del mal que puede
tomar grandes proporciones, ese es el espíritu católico, es el estado de
espíritu antiliberal, ultramontano, en una palabra, contrarrevolucionario.