HEREDITARIEDAD
– 15/11/2024
De las
múltiples formas de herencia, la más preciosa no es la del dinero. La herencia
fija muchas veces en una misma estirpe, sea noble o plebeya, ciertos trazos
fisonómicos o psicológicos que constituyen una unión entre las generaciones,
testimoniando que de algún modo los ancestros sobreviven y continúan en sus
descendientes. Le corresponde a la familia, consciente de sus peculiaridades,
destilar a lo largo de las generaciones el estilo de educación y de vida
doméstica, así como de actuación privada y pública, en que la riqueza original
de sus características alcance su más justa y auténtica expresión. Este deseo,
realizado en el transcurso de los decenios y de las centurias, es la tradición.
O una familia elabora su propia tradición como una escuela de ser, de actuar,
de progresar y de servir, para el bien de la patria y de la cristiandad, o
corre el riesgo de generar, no raras veces, desencajados sin definición de su
propio yo y sin posibilidad de encaje estable y lógico en ningún grupo social.
¿De qué vale recibir de los padres un rico patrimonio, si de ellos no se
recibe, por lo menos en estado germinativo, cuando se trata de familias nuevas,
una tradición, o sea, un patrimonio moral y cultural? Tradición que no es un
pasado estancado, sino la vida que la semilla recibe del fruto que la contiene.
O sea, una capacidad de germinar, de producir algo de nuevo que no sea lo
contrario de lo antiguo, sino el armónico desarrollo y enriquecimiento de él.
Vista así, la tradición se amalgama armónicamente con la familia y la
propiedad, en la formación de la herencia y de la continuidad familiar. Este
principio es de sentido común universal. Y por esta razón vemos que aún los
países más democráticos lo acogen. Es porque la gratitud tiene algo de
hereditario. Ella nos lleva a hacer por los descendientes de nuestros
bienhechores, aunque hayan fallecido, lo que ellos nos pedirían que hiciésemos.
A esa ley están sujetos no sólo los individuos sino también los Estados. Habría
una flagrante contradicción en que un país guardase en un museo, por gratitud,
un bolígrafo, las gafas, o hasta las pantuflas de un gran bienhechor de la
patria, pero relegase a la indiferencia y al desamparo aquello que él dejó de
muchísimo más suyo que las pantuflas, o sea, la descendencia. De ahí la
consideración que el sentido común consagra a los descendientes de los grandes
hombres, aunque sean personas comunes. Por esto, por ejemplo, en Estados
Unidos, todos los descendientes de Lafayette, el militar francés que luchó por
la independencia, gozan de las honras de la ciudadanía americana, aunque hayan
nacido en otro país. De ahí también un bello lance histórico, ocurrido durante
la guerra civil española de 1936. Los comunistas se habían apoderado del Duque
de Veragua, último descendiente de Cristóbal Colón, e iban a fusilarlo. Todas
las repúblicas de América se unieron para pedir clemencia por él porque no
podían ver con indiferencia que se extinguiera sobre la Tierra la descendencia
del heroico descubridor. En la foto el 15 Duque de Veragua. Estas son las
consecuencias lógicas de la existencia de la familia y de los reflejos de ella
en la tradición y en la propiedad. ¿Privilegios injustos y odiosos? No, siempre
que se salve el principio de que la herencia no puede encubrir el crimen, ni
impedir la ascensión de valores nuevos, se trata simplemente de justicia. Y de
la mejor.