PÍO IX


 

PÍO IX – 07/02/2025

No es fácil tener una idea de la devastación que el racionalismo y el modernismo hicieron en los católicos en el transcurso del siglo XIX. Su espíritu venía siendo infiltrado por revolucionarios de todos los matices, ardiendo de rebelión contra lo sobrenatural. La integridad del catolicismo, en el cual lo sobrenatural es visible y auténtico, fue puesta en cuarentena por los medios y por los gobiernos excretados por la Revolución Francesa que iban derrumbando las monarquías aún impregnadas de tradición católica. Todos los espíritus intentaban liberarse de la creencia del orden sobrenatural que no se encuadraba rigurosamente dentro de las leyes de la naturaleza proclamadas por Marx, Darwin y Freud, entre otros. Librepensadores y revolucionarios de todo tipo atacaban hasta por las armas la Santa Sede.

Estaban los que habían roto enteramente con el espíritu del mundo, como santos gloriosos del quilate de San Juan Bosco, Santa Teresita del Niño Jesús, o San Antonio María Claret, por citar sólo algunos. Estos se conservaban sin ninguna traza de racionalismo o de modernismo. Pero en las filas del laicado eran muy pocos, especialmente en los círculos intelectuales y sociales elevados. La Iglesia parecía un inmenso edificio que se desmoronaba a pedazos. Poquísimos conservaban su auténtico espíritu. En su casi totalidad, conservaban apenas vestigios crepusculares de fe, que anunciaban que el día de Dios estaba llegando a su fin. Y la noche completa no habría de tardar.

En vista de esto, ¿cómo debería actuar la Santa Iglesia? Las opiniones estaban divididas en este asunto que era de los más delicados.

El Papa Pío IX optó por la energía y convocó el Concilio Vaticano, a fin de decidir sobre la infalibilidad papal. Antes incluso del concilio proclamó como verdad infalible el dogma de la Inmaculada Concepción.

Fue un gran gesto de audacia enfrentando el espíritu del siglo. Hablar de dogmas en aquella época era una temeridad. Definir dogmas nuevos, temeridad mayor. Y definir como dogmas la Inmaculada Concepción y la infalibilidad papal, en una época tremendamente racionalista y democrática, parecía una verdadera locura.

Una inmensa algazara se levantó entre los católicos cuando la deliberación del Pontífice fue conocida, mayormente a nivel episcopal y cardenalicio. La oposición fue tan fuerte que la casi totalidad de los obispos franceses y parte de los de lengua alemana se opusieron claramente a la definición de aquellas dos verdades de fe.

No era porque discordasen de ellas, que ya venían siendo profesadas por la Iglesia hacía siglos. No querían la proclamación de esos dogmas porque pensaban que el espíritu del siglo XIX sólo podría ser atraído por una gran sonrisa de concesión y de tolerancia. Rechazaban golpes de audacia y proponían una invariable blandura para convertir a las masas. Pensaban ellos que la firmeza del lenguaje evangélico del “sí, sí, no, no” en aquella época sería una locura, y que, con esa actitud llena de osadía de Nuestro Señor Jesucristo, todos se irritarían y se reafirmarían en el error. La única táctica viable consistiría en contemporizar y conquistar con dulces coexistencias.

Ríos de tinta se gastaron para probar que el Concilio era retrógrado y oscurantista. No obstante, los resultados esperados por Pio IX no se hicieron esperar. En el seno del pueblo el dogma fue aceptado gracias al vigor con que la Iglesia lo promulgó. En círculos intelectuales, la energía del Papa le atrajo el respeto general. El racionalismo y el modernismo fueron decayendo y en pocos años la Iglesia había aplastado al dragón que amenazaba devorarla.