OSCURECIMIENTO
– 06/02/2025
El pueblo
elegido, al igual que el Imperio Romano, también estaba en su fin. Dos
tendencias siempre habían sobresalido en él. Una quería permanecer fiel a la
ley, a la promesa, a su vocación histórica, confiando enteramente en Dios.
Otra, empero, de poca fe, de poca esperanza, se amedrentaba considerando la
nula valía militar y política de los judíos en el mundo antiguo.
Diferentes de
todos los pueblos por su raza, su lengua, su religión, exiguos como población y
territorio, estaban los israelitas a punto de ser sumergidos ya antes de
Cristo. La mejor estrategia que los partidarios de la política de mano tendida
tenían en la antigua ley no consistía en resistir, sino en ceder. De ahí una
adaptación del pueblo elegido al mundo gentilicio, la penetración subrepticia
de doctrinas exóticas en la sinagoga, la formación de un sacerdocio sin fibra,
sin espíritu de sacrificio, dispuesto a todo para vegetar indolentemente a la
sombra del templo, y la propensión de una inmensa mayoría de judíos a seguir
esta política.
Los líderes de
esta tendencia ocupaban todo, invadían todo, dominaban todo. Con la epopeya de
los Macabeos había terminado la influencia de los partidarios de la integridad
israelita. Éstos eran en el tiempo de Cristo apenas unos raros hombres
selectos, que aquí y allá suspiraban y lloraban en la sombra, a la espera del
día del Señor. Los otros abrieron los brazos al enemigo dominador. El pueblo
elegido había caído también bajo el yugo romano. Era un fin. La noche, la noche
moral del oscurecimiento de todas las verdades, de todas las virtudes, había
caído sobre el mundo entero, gentilidad y sinagoga...
En toda la
extensión del Imperio, aristocracias nacionales en el último estado de
descomposición moral se mezclaban con aventureros enriquecidos en los negocios,
en la política o en la guerra, con libertos llevados a la cumbre de la
influencia por el favoritismo, con actores y atletas famosos, en una vida de
continuos placeres, en que los decadentes traían toda la languidez de su
melancolía, los aventureros todas las disoluciones de sus apetitos aún mal
cebados, los favoritos, los actores y los atletas todo el ambiente de
adulación, de insolencia, de intriga, de falsedad, de politiquería gracias al
cual se mantenían.
Augusto, en
cuyo reinado nació Jesucristo, intentó en vano detener el paso a todos esos
abusos, que en su tiempo iban tendiendo a afirmarse de modo alarmante. Nada
consiguió de duradero.
En
contraposición con esta élite, si es que así se le puede llamar, estaba un
mundo incontable de esclavos de todas las naciones, de trabajadores manuales
miserables, corrompidos bajo el peso de sus propios vicios y de los ejemplos
venidos de lo alto. Hambrientos, maltratados, codiciosos, ociosos, querían
deponer a sus amos, menos por la indignación que les causaban sus excesos que
por el pesar de no poder llevar la misma vida que ellos. Todo un cuadro, en
fin, que no difiere sensiblemente de los días tenebrosos en que vivimos...
Pues bien, en
aquella época de omnímoda decadencia Dios creó a María Santísima que era la más
completa, intransigente, categórica, incontestable y radical antítesis del
tiempo.