REGICIDIO –
21/01/2025
Habían pasado
100 años sin ser atendido el mandato del Corazón de Jesús al rey Luis XIV de
consagrar Francia al Sagrado Corazón cuando sucedió la ejecución de Luis XVI,
cuatro días después de que la Convención Nacional le sentenciase a muerte en
una votación casi unánime.
El rey se
despertó a las 5 de la mañana y se vistió asistido por su ayudante.
Posteriormente se reunió con un sacerdote irlandés no juramentado para
confesarse. Oyó misa y recibió la comunión. A las 7 expresó sus últimas
voluntades al capellán, su anillo con el sello real sería para el delfín y su
anillo de bodas para la reina, tras lo cual recibió la bendición. A su salida
de la prisión del Temple, donde la familia real llevaba recluida desde el mes
de agosto, el rey se sentó en un coche de caballos destinado a su servicio
estacionado en uno de los patios del edificio. El sacerdote se sentó a su lado,
mientras dos militares ocuparon los asientos opuestos. El carruaje salió de la
prisión sobre las 9.
Durante más de
una hora, la comitiva, precedida por el redoblar de tambores cuya finalidad era
silenciar cualquier muestra de apoyo al rey y escoltado por una tropa de
caballería con sables desenvainados, realizó el trayecto hasta la plaza de la
Revolución, que en la actualidad es llamada absurdamente plaza de la Concordia,
siguiendo un trayecto a cuyos lados se agolpaban alrededor de 80.000 personas
entre hombres armados, soldados de la Guardia Nacional y los desarrapados.
A las 10 el
carruaje llegó a la plaza y se adentró en la zona donde había sido erigido el
cadalso que se hallaba rodeado por una multitud armada con picas y bayonetas. Después de cortarle el cabello y abrirle el cuello de
la camisa, el rey subió al patíbulo. Una vez allí avanzó con paso firme e
intentó pronunciar un discurso ante la multitud diciendo que moría inocente de
los crímenes que se le imputaban, pero fue interrumpido por el sonido de los
tambores temiendo un levantamiento del pueblo en ese último momento. Tras negarse inicialmente a que sus
manos fuesen atadas, cedió ante la propuesta del verdugo de emplear su pañuelo
en lugar de una cuerda. El monarca fue
entonces tumbado sobre la plancha de madera de la guillotina, siéndole colocado
el cepo con forma de media luna sobre el cuello para mantener fija la cabeza,
tras lo cual la cuchilla cayó. Un ayudante del verdugo mostró la cabeza real a
la gente, mientras se gritaba ¡viva la nación, viva la república! y se escuchó
una salva de artillería anunciando el fin de la monarquía que llegó a los oídos
de la familia real encarcelada.
¿Terminó la
historia? Si hay una historia que no terminó fue esta, porque la memoria de
Luis XVI, así como la de María Antonieta, continúan vivas. Son símbolos que no
mueren en el recuerdo de muchos franceses. Bien por ser amados como merecen, o
por ser odiados como no merecen. De alguna manera simbolizan la lucha entre el
bien y el mal, la Revolución y la Contrarrevolución. Serán siempre recordados
con profundo respeto y dolor por todos aquellos que tienen una chispa de
Contrarrevolución en el alma. Y serán recordados con extremo odio por todos
aquellos que, portadores del espíritu de Satanás, y odiando todas las
desigualdades, odian a ese rey, cuyo gran defecto, sin embargo, fue el exceso
de mansedumbre, lo que también se puede decir de María Antonieta.