PATÍBULO

 

PATÍBULO – 18/01/2025

En la Barcelona de 1890, Isidro Mompart, de 22 años, era un delincuente habitual. Le habían llegado rumores de que en una casa se había cobrado una herencia considerable. En la vivienda, a las 6 de la mañana, después de salir el padre a trabajar y la madre al mercado, solamente estaban durmiendo la hija de 5 años y una joven niñera. Los ruidos despertaron a la niñera y a la niña por lo que el intruso les acuchilló hasta morir. Huyó a través de los campos, pero no tardó en ser detenido. Trató de justificarse alegando coartadas absurdas y además una vecina de la casa más cercana lo vio merodeando a esa hora. El jurado lo tuvo claro y le condenó a morir con el garrote vil. La fecha de cumplimiento de la sentencia se fijó para el 16 de enero de 1892. Tuvo tiempo de confesarse con un sacerdote y recibir la visita de su madre.

A las 7 de la mañana la campana mayor de la iglesia parroquial de Santa María del Pino anunció al vecindario que se exponía el Santísimo Sacramento, y la Congregación de la Purísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo se dirigió a la cárcel para acompañar al reo al lugar de la ejecución. A las 8 en punto salió el reo de la capilla acompañado por el capellán de la cárcel hasta el cadalso. Miles de ciudadanos se congregaron para asistir al ajusticiamiento. Al poco rato había dado cuenta a Dios de sus actos.

En el cuadro de Ramón Casas titulado "El garrote vil" se ve el patíbulo construido la noche anterior en los alrededores de la cárcel. Terminada la ejecución, se retiraron las fuerzas militares, quedando únicamente alguna fuerza de la Guardia Civil para custodiar el cadáver que quedó en el patíbulo hasta una hora antes de la puesta del sol. 

La legitimidad de la pena de muerte es una verdad de fe, definida por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia, de manera constante e inequívoca. Quien afirma que la pena capital es en sí misma un mal, cae en herejía.

La enseñanza de la Iglesia ha sido enseñada explícitamente en la carta del 18 de diciembre de 1208, en la que el Papa Inocencio III condenó la posición Valdense, diciendo que el poder secular puede ejercer la pena de muerte con la debida ponderación. La misma posición fue reiterada por el Catecismo del Concilio de Trento y por el Catecismo Mayor de San Pío X.

Pío XII, explica que cuando el Estado recurre a la pena de muerte, no pretende ser el dueño de la vida humana, pero sólo reconoce que el criminal se ha privado a sí mismo del derecho a la vida. Según el Papa en el discurso del 14 de septiembre de 1952, afirma que está reservado entonces a los poderes públicos el privar a los condenados del bien de la vida, en expiación de su culpa.

Por su parte, los teólogos y moralistas, a lo largo de los siglos, desde Santo Tomás de Aquino a San Alfonso de Ligorio, han explicado que la pena de muerte no sólo puede justificarse por la necesidad de proteger a la comunidad, sino también tiene un carácter retributivo, ya que restaura un orden moral violado, y tiene un valor de expiación, como fue la muerte del buen ladrón, que lo unió al supremo sacrificio de Nuestro Señor.

Sólo se debería abolir la pena de muerte cuando comiencen por abolirla los criminales, pues tener pena de los asesinos es no tenerla de sus víctimas.