TUMBA –
29/11/2024
En la foto
vemos la tumba de piedra de Felipe Pot, senescal de Borgoña del siglo XV.
Armado de pies a cabeza, con las manos puestas en actitud de oración, el
guerrero parece estar apenas descansando, a la espera de las claridades de la
resurrección. A sus pies, un perro símbolo de la fidelidad y de la vigilancia.
Inmersos en profundo dolor, ocho plañideros, cuatro a cada lado, llevando los
diversos blasones del difunto, lo cargan con veneración.
En este momento
impresionante, el hombre se muestra en varios de sus estados de alma, el
heroísmo, la piedad, la serenidad, la resignación y el dolor. El conjunto está
marcado por la fe. El guerrero parece estar preparado para presentarse ante
Dios cargado de glorias militares, pero suplicando con humildad y confianza el
perdón por sus faltas. Se tiene la impresión de que murió en paz, y hasta con
una noble complacencia: el Cielo le espera.
Al contrario,
los que quedan, lloran su partida. Las separaciones ocasionadas por la muerte
son una prueba dolorosa por la cual todos deben pasar después del pecado
original. Las figuras muestran pesar, pero no desesperación. A pesar de su
dolor, cargan llenas de conformidad y compostura el fardo pesado que tienen
sobre los hombros: es que la resignación cristiana comunica a las almas una
fuerza inquebrantable. En la foto, ninguna cruz, ninguna imagen se ve, sin
embargo, todo nos habla de religión.
En cambio, la
sepultura de Napoleón es una pesada caja de mármol, sólida, bien cerrada, tan
bien cerrada que tiene las características de lo definitivo. Tampoco tiene
ninguna cruz ni imagen y nada despierta en nuestra alma una impresión
religiosa. Nada hay que encamine el pensamiento hacia la idea de que una vida
futura está reservada al hombre mortal. Bien trabajado, bien lapidado, con las
proporciones estudiadas por un geómetra seguro, el sepulcro tiene lo acabado,
lo irreprensible de un epílogo bien hecho. Hay en él cualquier cosa que le da
el aspecto perentorio de un punto final. Un punto final en que nada nos habla
de la eternidad, y todo representa la frialdad implacable de la muerte.
Era de fe, era
de laicismo. El contraste de los tiempos se marca bien en el contraste de las
sepulturas.
Es el caso de
recordar que el Código de Derecho Canónico de 1917 dice que los cuerpos de los
fieles han de ser enterrados, y la cremación está condenada. Si alguno ha
ordenado cremar su cuerpo, será ilícito ejecutar su deseo. Las personas que han
dejado instrucciones para la cremación de sus cuerpos quedan privadas de un
entierro eclesiástico, a menos que antes de morir hayan dado señales de
arrepentimiento.
La Instrucción
del Santo Oficio de 1926 dice de la cremación que es una práctica bárbara
contraria no sólo a los cristianos sino hasta al respeto natural tenido por los
cuerpos de los fallecidos y totalmente opuesta a la disciplina constante de la
Iglesia desde los primeros tiempos. Exhorta muy seriamente a los pastores del
rebaño de Cristo a que instruyan a la gente que les ha sido encomendada de que
los enemigos del cristianismo alaban y propagan la práctica de la incineración
con el propósito de borrar gradualmente la idea de la muerte y la esperanza en
la resurrección del cuerpo, allanando así el camino para el materialismo. Por
tanto, aunque se permita la cremación de los cuerpos en circunstancias
extraordinarias relacionadas con el bien común, pues no es mala en sí, es
evidente que adoptar o favorecer esta práctica regularmente es un acto impío y
escandaloso, y por eso, gravemente pecaminoso.