COVADONGA –
06/09/2024
Desde antes de
Carlos Martel y Carlomagno, los cristianos de la Península Ibérica escribían
con su heroísmo la epopeya de la Reconquista. Efectivamente, en el año 722 se
dio la batalla de Covadonga iniciando así una Cruzada de ocho siglos. Los musulmanes trataron de negociar con
los cristianos por medio del obispo traidor Opas el cual fue a entrevistarse
con Pelayo, pero fue repudiado por los astures. Cuenta la leyenda que la noche
anterior se le apareció la Virgen María a Pelayo mostrándole la Cruz de la
Victoria como símbolo de una victoria segura. Los moros nunca pudieron
dominarles, pues Pelayo y sus sucesores mantuvieron invencible a Asturias,
región montañosa del norte. Covadonga será la cuna de la Reconquista desde el
primer momento de la invasión islámica.
San Gregorio
VII, inmediatamente después de su elección, trató de conseguir aliados para los
cristianos españoles en su lucha contra los moros, y para los griegos en guerra
contra los turcos. El poderoso conde Ronci, en la Champaña, y algunos otros
nobles franceses se presentaron para el combate. El Papa les prometió todas las
tierras que conquistasen a los moros, respetando los antiguos derechos de la
Santa Sede que existiesen en aquellas regiones. Unos años después, en 1085,
otros potentados franceses, destacándose Raymond, conde de Toulouse,
combatieron valientemente junto a las fuerzas españolas que Alfonso VI lanzó
contra la morería.
Los turcos
selyúcidas, a pesar de todo, constituían en Oriente un peligro cada vez mayor.
Llevaban por todas partes el pillaje y la masacre amenazando destruir el
imperio griego, lo que haría muy probable una invasión en todo Occidente.
Gregorio VII evaluó el peligro y en 1074 convocó a los fieles para la defensa
de la Cristiandad. En ese mismo año el Papa convidó al emperador germánico a
unirse con sus fuerzas al ejército de 50.000 soldados que ya preparaba llevar a
Tierra Santa. El Pontífice deseaba también aprovechar la ocasión para reunir a
la iglesia griega con la Santa Sede, de la cual se había separado con el cisma
de Oriente.
Era una
verdadera Cruzada, muy bien organizada. Si el emperador de Alemania hubiese
atendido esa invitación del Sumo Pontífice, habría evitado muchos males para la
Iglesia, para el pueblo alemán y para sí mismo. Sin embargo, Enrique IV, con su
orgullo y su codicia, se levantaría en breve contra el Santo Padre. La lucha
interna así desencadenada impidió que el proyecto del Papa se cumpliese. Es
imposible prever las extraordinarias consecuencias que se habrían derivado de
una Cruzada realizada bajo la dirección de tan fuerte y glorioso Pontífice.