MARKOV


 

MARKOV – 18/09/2024

En 1969 Georgi Markov, de 40 años, abandonó su patria búlgara para instalarse en Londres donde aparece en la foto con su mujer y su hija. El régimen socialista era más represivo de lo que él podía tolerar. La Inglaterra de entonces, contrastando con la actual que persigue a los disidentes del gobierno socialista, le proporcionó la libertad de expresión que su espíritu crítico clamaba. Pronto le dieron los micrófonos de la BBC. Ya fuera en la radio o en la prensa, el escritor se había vuelto una figura pública, la voz más crítica hacia la Bulgaria comunista. Esa era su forma de luchar por su patria, desde el exilio.

El 7 de septiembre de 1978 estaba en el puente de Waterloo, esperando de pie en la parada del autobús, cuando sintió un pinchazo en su pantorrilla, agudo y rápido. Se giró algo sobresaltado para comprobar qué había sido eso, y aunque todavía no lo sabía, sus ojos se cruzaron con los de su asesino. Todo estaba hecho. Allí había un caballero bien vestido, sosteniendo en su mano un paraguas cerrado, como si fuera un bastón. El hombre se disculpó rápidamente, al parecer era su paraguas lo que había producido aquella extraña sensación en la parte trasera de su pierna. Algo más aliviado por conocer el origen del dolor, aceptó las disculpas y volvió a sus pensamientos. Aunque el dolor persistió y se formó un pequeño grano rojizo, no le dio mayor importancia, hasta seis horas después. Había continuado con su jornada. Las consecuencias empezaron con un simple malestar. Esa misma tarde ya presentaba una fiebre alta y acudió al hospital St. James ante la sospecha de haber sido envenenado. Un hombre de su posición, con su pasado y con sus voraces críticas al régimen totalitario búlgaro tenían todas las papeletas de acabar siendo la víctima de un envenenamiento. Su situación empeoró y aparecieron los vómitos, la diarrea y la deshidratación. Tres días después Markov había muerto.

Scotland Yard tenía suficientes motivos para pensar que se trataba de un crimen político, por lo que ordenó una autopsia detallada. Así fue como encontraron el milimétrico perdigón que lo había provocado todo. Precisamente bajo la rojez de su pantorrilla, los forenses encontraron una diminuta esfera metálica, del tamaño de una cabeza de alfiler, lo que aproximadamente eran un milímetro y medio de diámetro. El perdigón parecía hueco, comunicando el exterior con su cavidad a través de dos agujeros. Tras analizar los restos que contenía en su núcleo, los químicos anunciaron a las autoridades que sin lugar a duda ese perdigón había sido el contenedor de una dosis de ricina, un potente veneno para el que, por aquel entonces, no se conocía tratamiento alguno.

En realidad, el paraguas del asesino era una pistola de aire comprimido perfectamente camuflada y el disparo había salido a través de la punta en cuyo mango tenía un dispositivo que permitía disparar disimuladamente.

Una meditación para los españoles cuya libertad de expresión está en vías de extinción bajo el gobierno ultraizquierdista que sigue los pasos de Venezuela.

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