ERMITAÑO – 24/12/2024
El ermitaño libanés Chárbel Makhlouf nació en 1828 y estudió
en la pequeña escuela parroquial de su pueblo. A los 14 años era pastor de
ovejas y descubrió una cueva a la que frecuentemente se retiraba a rezar. Ingreso
en la Orden de los Maronitas cuando tenía 20, con 47 consiguió permiso para
vivir como eremita, y a los 70 falleció el 24 de diciembre en el Monasterio de Anaya.
Dios le quiso señalar con numerosos milagros obtenidos a
través de su intercesión tanto en vida como después de muerto. Por ejemplo, desde
que fue enterrado brilló una luz intensa en su tumba durante 45 noches
seguidas.
Su fisonomía puede chocar un poco a primera vista por lo
extremamente categórica, pero es profundamente contrarrevolucionaria. Es
absolutamente lo opuesto a la del hipie. Lo que piensa, piensa, lo que quiere,
quiere y lo que hace, hace. Sumamente obediente, pero con una voluntad de
hierro. Está continuamente pensando en las cosas de Dios, mirando las cosas de
la naturaleza para reportarlas a Él y las de este mundo para comprender hasta
qué punto le llevan o le apartan de Él. No tiene ambición, deseo de dinero,
vanidad, sentimentalismo ni pena de sí mismo. Lo que tiene es una firme
constancia en alcanzar el ideal. La explicación de su alma es conocer a Dios,
contemplarle, hacer enteramente su voluntad, ser totalmente como Él quiere,
cueste lo que cueste, pase lo que pase, obstinadamente, meditativamente,
continuamente, sobrenaturalmente. Es típicamente un árabe contemplativo,
meditativo, que trae en el fondo de su mirada todo el misterio de las noches de
Oriente, todo el misterio de sus propias contemplaciones. Observando sus ojos
se tiene la impresión de que son dos ventanas abiertas mirando a un punto
indefinido, que es donde todas las cosas pierden su importancia delante de la
grandeza de Dios que está por detrás y por encima de ellas. Ojos de un oscuro acentuado
que reflejan profundidad y en el fondo de esa profundidad hay algo de sublime y
celestial. Se ve que mira al Cielo, el cual se refleja en su mirada y
peregrinando dentro de su mirada se encuentra el Cielo. Es una verdadera
maravilla. Su nariz característicamente árabe tiene algo de ave de rapiña con
algo de la grandeza del águila. La barba es de un blanco venerable, níveo. Se
diría que son trozos de nieve que le cuelgan del rostro. Sus cejas recuerdan
las alas de un cóndor. Pero conviene acentuar que la mirada es lo más
importante de la fisonomía, absorbe el resto. No se piensa en otra cosa. Es de
una estabilidad, una resolución, una seriedad, una elevación enorme. Compone la
fisonomía ese gorro negro extraordinariamente significativo. Es un gorro
vagamente en forma de cono y parece del mismo tejido que la túnica. El negro
del gorro está en consonancia con el oscuro del fondo de la mirada como si algo
de la mirada se esparciese por todo el gorro. Este es luminosamente oscuro y su
forma deja entrever la altura de su pensamiento, hasta alcanzar al propio Dios.
¡Es como un verdadero cedro del Líbano!