ANGÉLICO –
18/03/2025
Es bonito notar
el principio de la civilización católica de la reversibilidad de los planos.
Toda forma de orden, de belleza, de virtud que existe en un plano, es
susceptible de ser revertida en otro plano. Por causa de eso, si hubo un Santo
Tomás de Aquino en el orden de la filosofía y de la metafísica, debe haber un
Tomás de Aquino en el orden de la pintura, así como debe haber otro en el orden
musical y en todos los demás órdenes. Esto a causa del principio monárquico del
universo, de que todos los talentos se deben reducir o sublimar en un talento
supremo, en el cual deben encontrar su punto de encaje, por lo que debe haber
supremos en todos los órdenes y direcciones. Y supremos cuya supremacía obedece
a los mismos principios que están en los órdenes del ser. El ser, en cuanto
tal, tiene propiedades y obedece a ciertas reglas que no son sino un
desdoblamiento de los principios que le son inherentes. Por eso, la regla de la
pintura, de la música, del arte, de dirigir los pueblos, en fin, de todo lo
demás es aplicación de los mismos principios generales en varios campos
diferentes.
De tal manera
que, teniendo los hombres quintaesencia de cada campo, utilizando las mismas
reglas conocidas a fondo y asimiladas a su personalidad, aplicándolas en su
respectivo campo, tenemos entonces que toda vida humana forma una armonía
maravillosa, en que los mismos principios fundamentales se revierten y se
explican unos a otros y constituye aquella totalidad que, ciertamente, formará
el Reino de María.
Entonces,
cuando se entre en una catedral, en ella se verá la expresión del orden
político, económico y social vigentes. En ella se oirá la música que es la
melodización de la catedral y del orden político, económico y social vigentes.
Cuando se celebre la liturgia, esta tendrá la pompa que hace extrínseca el
orden interno de la Iglesia católica. Pero como el orden temporal verdadero no
es sino una proyección, en el orden inferior propio, de los principios del
orden superior espiritual de la Iglesia, entonces eso, a su vez, va producir
otra armonía. Y el hombre vivirá inundado de armonías y no de contradicciones
aberrantes. De armonías que formarán una especie de inmensa sinfonía de
armonías, cuyo punto de unidad nos habla continuamente de Dios.
Tanto Santo
Tomás como Fray Angélico, en el cuadro, son llamados “angélicos”, el “doctor
angélico” y el “pintor angélico”. Si por el crimen más negro de la historia,
después de traición de Judas, la Edad Media no hubiese sido destrozada
prematuramente, habríamos tenidos esos “angélicos” en varios campos. Tuvimos el
“guerrero angélico” con San Luis IX y San Fernando de Castilla.
Tendríamos,
así, una porción de otras cosas en esa línea angélica. Tendríamos un orden
angélico, coherente, luminoso, sobrenatural, profundamente lógico, que sería,
entonces, el orden de la civilización cristiana y de la Santa Iglesia Católica
Apostólica Romana. De ahí, un orden más propio para ángeles que para hombres y
estos últimos serían dirigidos por aquellos al Paraíso.
Lo que hay de
mejor en las obras de Santo Tomás y en la de Fray Angélico es la virtud de la
sabiduría. Esa virtud arquitectónica por la cual el hombre apetece como supremo
bien, ya en esta existencia, esa coherencia, esa profunda armonía interior de
las cosas, mucho más que cualquier bagatela. Primero porque su naturaleza
encuentra su plena expansión en esa armonía, pero, en segundo lugar, y esta es
la razón más alta, porque esa armonía, en el fondo, dice algo, una palabra
inefable, total, que es el mejor símbolo de Dios. Él se simboliza en esta
armonía de todas las cosas. Y quien ama esa armonía de todas las cosas, ama el
símbolo de Dios, o sea, ama al propio Dios.