CAFÉS –
18/12/2025
Las viejas
revistas tienen a veces un encanto profundo. Incluso o, sobre todo, cuando de
ellas nos llegan sólo hojas sueltas, sin fecha definida, que nos traen andrajos
de un pasado remoto como el de la parisina L'Illustration
Universel con un artículo titulado asiduos al Café Valois, firmado por
Belloy, cuya memoria el tiempo tragó. ¿De qué época datan estas hojas? Los
elementos que nos proporcionan son de los más vagos, entre 1860 y 1870.
De cualquier
manera, ellas tienen el mérito de evocar para los lectores contemporáneos
ciertos valores de la convivencia social, que desaparecieron a medida que se
constituían las grandes ciudades del siglo pasado y de los cuales no quedan ni
siquiera vestigios en el gran público de las babeles de cemento, hierro y
asfalto de nuestros días. Valores preciosos que hacen humana la convivencia
social y que resultan del hecho de que otrora la civilización se centraba
alrededor de los bienes del alma, más que de los del cuerpo. Mientras que
posteriormente el materialismo fue moldeando cada vez más las costumbres y las
instituciones.
Como incitación
a reaccionar contra esa situación, que hace sufrir tantos espíritus nobles y
comprime dolorosamente tantas energías sanas, nos hacemos eco de esas hojas.
Después de
evocar lo pintoresco de los cafés parisinos del siglo XIX, centros unos de vida
social exquisita y otros de una efervescencia ideológica riquísima, el
articulista lamenta que ellos hubieran sido sustituidos por cafés más nuevos,
de un lujo pesado y banal, sin ninguna expresión que no sea la de un
establecimiento en el que los clientes sólo piensan en comer o beber y los
propietarios sólo piensan en ganar dinero.
En
contraposición a ese ambiente materializado, el artículo evoca los tipos
pintorescos y las relaciones profundamente afables y confiadas que eran
frecuentes en los cafés antiguos.
Por ejemplo, el
comendador Odoard de La Fère, a medio día en punto, cuando sonaba el cañón del
Palacio Real, aparecía en el umbral de la puerta deteniéndose un momento
mientras paseaba por el salón una mirada afable seguro de sí mismo. Con la mano
derecha firmemente apoyada en una bengala, con empuñadura de porcelana blanca y
azul, echaba para atrás con un gesto de la mano izquierda su vieja capa de
marrón descolorido. Eso era como una señal y el camarero, en un tono respetuoso
y con voz de barítono, anunciaba gravemente: el comendador Odoard de la Fère,
el chocolate con la crema de costumbre. Y otro camarero retransmitía a la
cocina la fórmula habitual. Después de un amistoso saludo de cabeza se ponía a
saborear la taza de chocolate con nata junto a la cual le ponían una lechera
caliente.
Y no se piense
que esas pequeñas atenciones eran un privilegio pues cada uno era mimado de
análogas maneras.
