REALEZA –
27/10/2025
La fiesta de la
Realeza de Nuestro Señor Jesucristo sobre todo lo creado fue introducida en el
calendario litúrgico por Pio XI en 1925 para reafirmar el derecho que tiene
Jesucristo a ser obedecido por todos los hombres. En su encíclica Quas
Primas recuerda que un cúmulo de males había invadido la Tierra porque la
mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima.
Jesucristo que
es Rey celestial, ante todo, es también Rey cuyo gobierno se ejerce ya en este
mundo. Rey es quien posee
por derecho la autoridad suprema y plena. El Rey legisla, dirige y juzga. Su
realeza se hace efectiva cuando los súbditos reconocen sus derechos y obedecen
a sus leyes.
¡No queremos
que Él reine sobre nosotros! y ¡no tenemos más rey que el César! son los
términos con los cuales los judíos repudiaron la realeza de Nuestro Divino
Salvador. Y estos son los términos en los cuales todavía hoy se desarrolla la
lucha.
Pero no son
únicamente los enemigos declarados de la realeza de Nuestro Señor los que se
confiesan contrarios a su plan de Redención. Hacen coro veladamente con esas
voces impías aquellos católicos que deforman las palabras del Divino Maestro
delante de Pilatos, cuando declaró que su Reino no es de este mundo, dándoles
un sentido restrictivo, como si esa realeza fuese una realeza exclusivamente
espiritual, realeza sobre las almas y no una realeza social sobre los pueblos,
sobre las naciones, sobre los Gobiernos.
Cuando Nuestro
Señor dice que su Reino no es de este mundo quiere decir que no proviene de
este mundo, porque viene del Cielo, porque no puede ser arrebatado por ningún
poder humano.
No es un Reino
como los de la Tierra, limitado, sujeto a las vicisitudes de las cosas de este
mundo. En otras palabras, la expresión “de este mundo” se refiere al origen de
la realeza divina y no significa de ninguna manera que Jesucristo niegue a su
soberanía el carácter de reinado social. Si no pasase de la órbita
estrictamente espiritual o de la vida interna de las almas, habría una
flagrante contradicción entre esa declaración de Nuestro Señor y otras, por
ejemplo, aquella en que Él dice claramente que “todo poder me fue dado en el
Cielo y en la Tierra”.
Ahora bien, una
de las principales características del espíritu revolucionario es justamente la
pretensión de realizar la separación entre la vida religiosa y la vida civil de
los pueblos. No es la voluntad expresa de Dios la que prevalece en las leyes, como
un dictamen de la recta razón, promulgado por el poder legítimo en favor del
bien común, sino la expresión de la mayoría o de la voluntad general soberana.
Así, la causa eficiente del bien común no se encuentra fuera y por encima del
hombre, sino en la libre voluntad de los individuos. El poder público pasa a
tener su primer origen en la multitud, según denuncia León XIII en la encíclica
Libertas, como en cada individuo la propia razón es la única guía y
norma de las acciones privadas, debe serlo también la de todos hacia todos, en
lo relativo a las cosas públicas. De ahí que el poder sea proporcional al
número y la mayoría del pueblo sea la autora de todo derecho y obligación.
De este modo se
repudia en la sociedad moderna la existencia de cualquier vínculo entre el
hombre o la sociedad civil y Dios, Creador y, por lo tanto, Legislador Supremo
y Universal.
