ADMIRACIÓN

 

ADMIRACIÓN – 16/06/2025

En la foto la reina de Inglaterra en un carruaje de caballos, revestida de gran ceremonial con las insignias de la Orden Jarretera. Una capa con orlas blancas, el sombrero con una pluma en consonancia al carruaje que pasa ante la figura magnífica de un coracero real, con yelmo, penacho, espada, una manga grande a modo de guante que llega hasta medio brazo, delineándose como figura ornamental. La reina mira a su derecha.

A la izquierda de ella un niño y una niña. La posición del niño contrasta con la de la niña que está mirando con buena voluntad a la reina, pero con una mirada, si se pudiesen conjugar ambos términos, “inocentemente mundana”, considerando el aspecto moda, belleza, etcétera, con esa natural vanidad de una niña e interesada, casi entusiasmada en la consideración de la reina. Pero riéndose y divirtiéndose.

El niño está en una posición muy diferente, profundamente contemplativo y absorto ante la reina. Espontáneamente tomo una actitud de oración colocando juntas las manos, con una mirada indecible, mezcla de reverencia, de respeto y de afecto, analizando profundamente a la reina, fijándose en todo el ceremonial, es una admiración por la institución de la realeza, y no por la persona de la reina.

Él quiere ver, quiere considerar toda esa gloria, todo el esplendor que se le presenta bajo ese aspecto y que es algo de metafísico. Acabó viendo que en la vida hay algo que transciende enormemente su ambiente, la vulgaridad de la vida de todos los días y de todos los hombres, y que eso se llama aparato monárquico, un reflejo de Dios en la Tierra, una manifestación de valores metafísicos altísimos que se expresan en la pompa de la realeza. Está arrobado, y se ve que su alma está absorbiendo a grandes tragos aquello que la reina le expresa.

Se puede notar eso en su concentración, está atento, serio, con los ojos fijos en la reina. Un niño delante de un pesebre navideño no tomaría una actitud diferente. Toda la posición del rostro, la expresión de la mirada es una mezcla de contemplación y de oración. Él fue puesto ante eso que se llama realeza. Esa admiración es una base del desapego. No quiere ser rey ni aprovecharse de la realeza, da gracias porque la realeza existe y por el esplendor y belleza que tiene. Como se decía en el “gloria” de la misa: gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam, os damos gracias, oh, Dios, por vuestra gran gloria. Ese “niño de oro” podría decir: majestad, os doy gracias por vos ser la reina.

Aquí está la admirable armonía del universo, en que los grandes y los pequeños existen los unos para los otros, de acuerdo con la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo.

Aristóteles tiene una frase muy interesante: Vivir es admirar. El hombre que no es capaz de admirar no es capaz de vivir.

Admiración, mirare ad, es mirar hacia la grandeza de alma de alguien y amarlo por eso. Cuando comprendemos y amamos la grandeza somos tendientes a servir y a dedicarnos. Entonces, las almas capaces de admirar son capaces de dedicarse y de servir.

Es necesario comprender que la admiración es la puerta de toda grandeza. Es imposible admirar algo sin que la grandeza de aquello que se admira de algún modo entre en uno. De manera que la grandeza es dada a los que admiran y a los que se dedican.

En cierto modo, es el sentido del versículo del Magníficat que convida a los que son poderosos como que a descender de su trono y servir a los pequeños. Convida a los pequeños a elevarse por la admiración y a llenarse de la grandeza de los ángeles.

Eso debe producir una admiración cada vez mayor por la civilización cristiana, con su orden, con su espíritu intrínseca y substancialmente antigualitario que nos muestra la desigualdad como algo tan digno de amor y de entusiasmo. De la admiración por el orden del universo debe nacer el coraje para defenderlo.