MASCULINIZACIÓN
– 08/03/2025
La foto tomada
en el París de 1914 es algo desconcertante para los ojos contemporáneos. Los
trajes, muy pesados y severos, obedecen a los cánones de una moda que, como
tantas otras, dio oportunidad a manifestaciones de buen y de mal gusto.
Ciertamente, la foto muestra especímenes de un mal gusto evidente. Se entiende
que un vestido femenino sea, en determinadas circunstancias, severo, pero
siempre que se conserve bien femenino, es decir, dejando clara la nota de
delicadeza, de gracia, de recatada afabilidad que debe distinguir a la dama, y
especialmente a la dama cristiana. Para ejemplificar con una figura que los
lectores tienen en mente: el vestido de novia. Puede tener a su manera solemnidad,
nobleza y altanería. Pero sin por eso sacrificar en la nada lo que tiene de
suave y típicamente femenino. Lo mismo se puede decir de la vestimenta
cotidiana. Incluso lo que es más estrictamente hogareño como la bata, puede
tener la fusión de gravedad y gracia.
Es precisamente
lo que falta a estas señoras, que caminan alineadas y se diría marcando el
paso, con la mirada audaz y el porte marcial, como si fueran amazonas
aburguesadas y bien nutridas. Amazonas, reducidas a nivel de infantería, que
tratan de compensar el prosaísmo de su condición pedestre con el aire teatral
de sus pesados trajes. En el fondo, algo de opereta.
¿Quiénes son
estas damas? Las bravas y macizas precursoras del movimiento de masculinización
de la mujer. Son feministas realizando una manifestación.
En ellas
trasparece un estado de espíritu que, sin mostrarse muy marcadamente en nada
concreto, está en todos los imponderables de la escena. Es el reflejo del
cataclismo igualitario que estalló en el siglo XVI con el protestantismo, y en
el siglo XVIII con la Revolución Francesa. Niega él que la mujer por su propia
naturaleza sea diferente del hombre, con sus ventajas y desventajas. Y que su
gloria consista en ser casta, fuerte y noblemente femenina. Ella tiene que
masculinizarse, endurecerse, volverse discutidora y agresiva como un hombre,
como un matón, más que como un caballero. Y todo esto para ser lo más parecido
a él. En otros términos, para ser un hombre de segunda categoría.
Mientras el
igualitarismo reduce a esto a la mujer, veamos a lo que reduce al hombre.
Al lado de esas
amazonas peatones, camina endeble, ligero, con el traje ceñido, un frágil
Adonis burgués. Toda su apariencia tiende a lo etéreo, lo afable, lo delicado.
Es que, si la mujer debe ser igual al hombre, este debe ser igual a la mujer. Y
el hombre afeminado es fruto genuino de las mismas tendencias e ideas
igualitarias, más o menos subconscientes, que dieron origen a la
masculinización de la mujer.
Estos
movimientos son tanto más lentos cuanto más profundos. Semejante inversión de
valores viene de lejos, como vemos. Desde entonces sólo se ha acentuado y viene
alcanzando su auge en el atuendo deportivo. La mujer comenzó a usar pantalones
de hombre, y el hombre comenzó a usar colores claros, tejidos suaves, pequeño
escote de la camisa mal abrochada, y los brazos a la vista, hasta hace poco,
moda exclusivamente de mujeres.
Mujer
masculinizada, hombre afeminado, indicio seguro de decadencia y corrupción de
la familia y por lo tanto de la civilización.