AQUINO


AQUINO  07/03/2025

Santo Tomás de Aquino, representado en el cuadro por Fray Angélico, fue una gran lumbrera puesta por Dios en medio de su Iglesia a fin de iluminar, confortar y animar las almas a lo largo de los siglos para que resistieran con gallardía los embates de la herejía. Con su portentosa inteligencia y su ardiente piedad abordó todos los problemas que en su época estaban abiertos para que fuesen franqueados a la investigación de la mente humana. Recorrió las regiones más áridas, más oscuras y más traicioneras del conocimiento con una sencillez, una claridad y una energía verdaderamente sobrenaturales.

Superando no solo la sabiduría humana de los filósofos paganos, sino la propia sabiduría de los Doctores de la Iglesia que le precedieron, compuso entre otras obras la Suma Teológica, en la que recoge todas sus victorias sobre la herejía, la ignorancia o el pecado. Su doctrina ha permanecido siempre tan pura que la Santa Iglesia la señala como la fuente indispensable de toda vida intelectual verdaderamente católica. Si hubo un intelectual que nunca tuvo la menor mácula de herejía, ese intelectual fue Santo Tomás de Aquino.

Su sentido católico era prodigioso. Por un lado, nunca entró en conflicto con las verdades ya definidas por la Santa Iglesia en su tiempo. Por otro lado, resolvió innumerables cuestiones sobre las que la Iglesia aún no se había pronunciado y, con su solución, preparó y apresuró el pronunciamiento infalible de la Esposa de Jesucristo. Por último, la nota característica y constante de su vida fue una sumisión tal a la doctrina católica que, aunque la Iglesia llegara a definir más adelante alguna verdad en sentido contrario al de Santo Tomás, él se convertiría inmediatamente en el más humilde, más amoroso y más caluroso paladín de aquel pensamiento que antes había impugnado y en el más inflexible adversario del error que hubiese enseñado como verdad. Nos referimos lógicamente a la verdadera Iglesia, no a la antiglesia posterior a Pío XII.

En consecuencia, Santo Tomás realizó plenamente el tercer grado del sentido católico. Hay católicos que piensan de modo diferente a la Iglesia y cuya fe es tan débil que solo a duras penas se someten a las determinaciones que Ella establece. Hay otros que no tienen ningún reparo en admitir lo que la Iglesia enseña, pero que ante cualquier problema difícilmente atinan a dar con la verdadera solución, si no son previamente ilustrados con el pensamiento católico. Finalmente, el más alto de los grados consiste en aceptar con prontitud y con amorosa facilidad todo lo que la Iglesia enseña, en estar tan impregnado del espíritu de la Iglesia que se piensa como ella aunque por el momento no se conozca su pronunciamiento sobre las cuestiones y, por último, en pensar de tal modo sobre los asuntos que ella aún no ha definido, que cuando los defina estemos dispuestos a modificar nuestra opinión, lo cual rara vez será necesario, porque habremos sabido esbozar en la gran mayoría de los casos el pensamiento de la Iglesia.

Así pues, si hay una virtud que debemos admirar en Santo Tomás, que debemos tratar de imitar y cuya obtención debemos pedir ardientemente a Dios por intermedio del gran Doctor, esta virtud es la del sentido católico.