2024 –
31/12/2024
Es habitual dar
una mirada retrospectiva al final de cada año, y sería inútil intentar escapar
de ella, por más rutinaria que parezca. Nace del propio orden natural de las
cosas, porque Dios creó el tiempo y lo quiso para los hombres divididos en
años. Esta duración anual, unidad siempre igual a sí misma, es admirablemente
proporcionada a la extensión de la existencia humana y al ritmo de los
acontecimientos terrenos.
Quiso la
Providencia que la inexorable cadencia de los años proporcionase a los hombres,
en los días que sirven de puente entre el año viejo y el año nuevo, la ocasión
para un examen atento de todo lo que en ellos y a su alrededor fue cambiando,
para un análisis sereno y objetivo de esos cambios, para una crítica de los
métodos y rumbos viejos, para la marcación de métodos y rumbos nuevos, para una
reafirmación de los métodos y de los rumbos que no pueden ni deben cambiar.
Cada fin de año
se parece, de alguna manera, a un juicio en que todo debe ser medido, contado y
pesado, para el rechazo de lo que fue malo, la confirmación de lo que fue bueno
y la entrada en una etapa nueva.
Ajustándonos a
esta disposición de la Providencia, entreguémonos una vez más, bajo la mirada
de la Señora de todos los Pueblos, a esta tarea de medir, pesar y pronosticar.
Pronosticar, sí, pues habitualmente Dios no revela a nadie el futuro, y la
mente humana no tiene el don de hacer por sí misma pronósticos infalibles.
Quiso no obstante que el intelecto humano tuviese la suficiente lucidez para
establecer conjeturas probables, que puedan servir de elemento precioso en la
dirección de las actividades humanas.
A pesar de que
ya hay cosas a nuestro alrededor que parecen confirmar la esperanza del
castigo, mayor que el Diluvio en tiempos de Noé, anunciado repetidamente en las
apariciones marianas, hay una razón de orden superior, trascendental, que nos
lleva a esperarlo.
El mundo está
inmerso en el pecado, hundiéndose cada vez más en él directamente rumbo al
infierno. No es posible que este mundo merecedor de castigo, y de un castigo en
la proporción apocalíptica de los pecados que comete, no sea castigado. Y no se
trata del castigo en la otra vida, el castigo que recibiremos cuando hayamos
muerto y seamos juzgados. Ya sabemos por la fe que quien muere en estado de
pecado va al infierno y de eso nadie se escapa.
Pero no se
trata de eso, no son sólo los hombres que pecan, son las naciones que también
pecan y, según enseña San Agustín, cuando una nación peca, ese pecado no va ser
juzgado el día del Juicio Final porque cuando el mundo acabe no habrá ya
naciones. Por tanto, el castigo propio para las naciones es evidentemente en
esta Tierra. Las calamidades del pueblo judío después el deicidio son un buen
ejemplo de esto.
Dado que no hay
conversión de los pueblos no hay más remedio de que un castigo destroce este
mundo revolucionario que se está perdiendo por el mal al que se ha entregado.
Es decir, sin el gran castigo la conversión del mundo y el Reino de María son
una utopía. Esta razón es de una tal naturaleza que pasa por encima de todas
las objeciones que se puedan hacer.