INMACULADA –
08/12/2025
El 8 de
diciembre de 1854, desde las seis de la mañana, las puertas de San Pedro
estuvieron abiertas y, a las ocho, la inmensa basílica ya estaba repleta. En la
capilla Sixtina, donde estaban reunidos 53 cardenales, 43 arzobispos y 99
obispos, llegados de todo el mundo, tuvo inicio una gran procesión litúrgica
que se dirigió hacia el altar de la basílica vaticana, donde Pío IX celebró la
Misa solemne.
Al terminar el
canto del Evangelio, el cardenal decano del Sacro Colegio, asistido por el
miembro de mayor edad del episcopado latino, por un arzobispo griego y uno
armenio, vino a postrarse a los pies del Pontífice a implorarle, en latín y con
voz sorprendentemente enérgica para sus 85 años, el decreto que habría de
ocasionar alegría en el Cielo y el entusiasmo en la Tierra.
Después de
entonar el Veni Creator, el Papa se sentó en el trono y, portando la tiara
sobre la cabeza, leyó con tono grave y voz fuerte la solemne definición
dogmática de la Inmaculada
Concepción.
A la señal dada
por un tiro de cañón desde el Castillo de Sant Ángelo, durante una hora, todas
las campanas de las iglesias de Roma tocaron festivamente para celebrar aquel
día glorioso de la historia.
Todos afirmaron
que, en el momento de la proclamación del dogma, el rostro de Pío IX fue
iluminado por un haz de luz que bajó de lo alto. En ningún periodo del año, mucho menos en diciembre, es
posible que un rayo de sol entre por una de las ventanas para iluminar
cualquier punto del ábside donde se encontraba, por tanto, no era posible
explicar naturalmente el extraordinario fulgor que iluminó su rostro y todo el
ábside. Aquella luz fue atribuida por todos a una causa sobrenatural.
La definición
del dogma suscitó un extraordinario entusiasmo en el mundo católico y reveló la
vitalidad de la fe católica, en un siglo agredido por el racionalismo y por el
naturalismo. Después de la definición del Concilio de Éfeso sobre la divina
maternidad de María la historia no puede registrar otro hecho que haya
suscitado tan vivo entusiasmo por la Reina del Cielo como la definición de su
total exención de culpa.
Fue el primer
gran acto del pontificado de Pío IX, y manifiesta su profunda convicción en la
existencia de una relación entre la Señora de todos los Pueblos y los
acontecimientos históricos, y, de modo particular, de la importancia del
privilegio de su Inmaculada Concepción, como antídoto para los errores de la
época, cuyo punto de apoyo está precisamente en la negación del pecado
original.
El fundamento
de este privilegio mariano está en la absoluta oposición existente entre Dios y
el pecado. Al hombre concebido en pecado se contrapone María, concebida sin
pecado. Y a María, en cuanto Inmaculada, le fue reservado vencer al mal, los
errores y las herejías que nacen y se desarrollan en el mundo a consecuencia
del pecado. De María la Iglesia canta la alabanza: Cunctas haereses sola
interemisti in universo mundo, Ella sola destruyó todas las herejías del
mundo.
