GRANFINISMO –
02/12/2025
Lo normal en
una sociedad bien ordenada, en una sociedad cristiana y orgánica, compuesta por
clases diversas, armónicamente escalonadas e íntimamente entrelazadas unas en
las otras, es que haya para todos abundancia de los bienes indispensables para
la existencia, como el alimento, el vestido, la habitación, las medicinas
corrientes y los medios de transporte comunes. Al contrario, los bienes que son
meramente convenientes, no necesarios, como vinos de óptima calidad,
exquisiteces, obras de arte, tejidos preciosos, medios de transporte lujosos,
son mucho menos abundantes. Y, por el orden natural de las cosas, deben
confluir para las clases dirigentes, más cultas, dotadas de más gusto para
apreciarlos y de más capacidad para desenvolverse con ellos.
Estas
consideraciones nos ponen en presencia de un trinomio: función dirigente,
cultura, riqueza. Hay entre los elementos de este trinomio una afinidad
natural, la cultura es el predicado propio de quien dirige, y la riqueza es a
la vez instrumento de dirección y medio de destilar y quintaesenciar cultura.
Estos conceptos
son banales. Sin embargo, la Revolución los niega de mil maneras. Se opone a la
diferencia de clases, cultura y fortuna. Bajo su inspiración, en muchos lugares
donde falta lo necesario se constituyen industrias de baratijas vistosas, objetos
superfluos, baratos y de poca durabilidad, que dan al pobre, con el estómago
vacío, la ilusión de ser rico. Y finalmente, gracias a las turbulencias
económicas y sociales que engendra en todas partes, el trinomio del que
hablamos se va descoyuntando. Las clases tradicionales, que representan el
factor educación, el gusto, el alto estilo de vida, absorbidas por el placer o
la inercia, se van volviendo cada vez menos cultas y menos ricas. Las
profesiones intelectuales, en que la educación es el medio de vida, van
teniendo una situación económica cada vez más modesta, a la que corresponde una
situación social cada vez más apagada. El dinero fluye en inmensas cantidades
para elementos sin tradición, sin cultura, sin instrucción y sin gusto.
Y de ahí viene
una serie de ideas falsas que concurren en parte para el ambiente de confusión
en que vivimos. Una de estas confusiones existe entre los conceptos de fino y
granfino.
Granfino se
decía de una persona, un traje, un ambiente, etcétera. Un vestido granfino
necesita, en primer lugar, ser nuevo, con esa forma de esplendor que sólo las
cosas nuevas tienen. Todo lo que es granfino debe, además, causar un cierto
asombro, hacer a la mujer parecer hombre, a la anciana tener aspecto de joven,
o al anciano parecer un cursi. Debe dar a los muebles, a la casa o al templo
una impresión de máquina, de fábrica, y debe de alguna manera producir la
sensación de que viola las leyes de la física.
Su aspecto
tiene que ser “democrático”, nada de pompa, de solemnidad, de seriedad. Todo
simple, lamido, con aires de niño en vacaciones. En compensación debe ser muy
limpio. Y sobre todo caro. Cuanto más caro, mejor.
Por tanto, el
granfinismo no es prerrogativa de las grandes ciudades, hasta las aldeas lo
tienen. Ni es seña de identidad de una clase, hasta en las tabernas de barrio
hay granfinos suburbanos. El granfinismo es un estilo, un género, una
categoría, una enfermedad. Casi diríamos que forma una secta.
Los granfinos
en sus respectivos niveles son todo, el resto no es nada. De ahí viene la idea
de que la clase dirigente, si no tiene el monopolio del granfinismo, es como su
matriz. Y que tener dinero, tener gusto, ser granfino, es una sola cosa. Pero
ciertamente no lo son. El granfinismo es el triunfo de la vulgaridad y del mal
gusto, teniendo a su servicio el dinero. Es fruto de un trinomio, pero que es
lo opuesto del trinomio de la finura.
Para hacer algo
fino, el dinero es útil, pero de ninguna manera es necesario. Al hacer algo
granfino, el dinero es malgastado y sólo sirve para dar fuerza monstruosa a la
vulgaridad.
Esta sala de la foto, de segunda categoría, por cierto, busca nítidamente, claramente, el granfinismo. El asiento del primer plano tiene cojines muy cómodos, que invitan al cuerpo a relajarse. Pero este respaldo y este asiento tan mullidos no se completan con reposabrazos. El completo relajamiento es incompleto. Además, el cuerpo que se relaja forzosamente pesa. Las delgadas patitas de ese mueble parecen especialmente destinadas a cargar seres diáfanos. Las personas sienten todo esto sin poderlo explicitar. Saben, además, que el asiento no se va a caer. Todo es contradicción rebuscada y astuta. Divertida. O, mejor dicho, graciosa. Nuevo a estrenar, elegante, costó lo suyo, en fin, granfino. La alfombra da la impresión de mal peinada. Es lanuda, enredada, sin ser propiamente fofa. ¿Es de buena calidad? Sí, porque no está gastada. No porque se diría que salió de la fábrica antes de los acabados finales. Mientras no tenga ninguna mancha, ni se destiña, será graciosa y granfina. Esto durará poco. Manchada, desteñida, continuará alfombrilla, felpa horrible que irá a la basura. ¿El jarrón es un jarrón o un cilindro cualquiera? ¿Qué son estas varillas? ¿Fueron recolectadas, o cogidas sueltas en cualquier jardín, rodando por el suelo? ¿Y el cojín que flota solo y desolado en el sofá del fondo? ¿No es la figura del observador sensato, como misero escombro flotando descorazonado y sin lastre en este pequeño océano de contradicciones llamativas, pedantes y ufanas de sus propias cacofonías? Caro, un poco. Pretencioso, mucho. Extravagante, totalmente. Granfino, completamente. Fino, en absoluto.
En la foto
vemos una verja de hierro forjado que protege la entrada de un antiguo
edificio, pavimentada con grandes tablones largos y bellos. Paredes de piedra.
Todo muy barato. Cuánta afabilidad, cuánta seriedad, cuánta nobleza. Líneas
distinguidas, natural dignidad de lo que es serio y correcto. ¿Es cara? En
absoluto. ¿Es fina? Mucho. ¿Es granfina? Todo lo contrario.
Ciertamente,
nada es más equivocado que confundir finura y granfinismo.

