MAESTRO –
07/04/2025
Señor, cuando
comenzó vuestra vida pública, fuisteis principalmente el Maestro que enseñaba a
los hombres el camino del Cielo. Y así, cuando en el pusillus grex, el
pequeño rebaño de vuestros preferidos, enseñabais la perfección evangélica,
cuando vuestra voz se levantaba y resonaba sobre las multitudes extasiadas y
reverentes, vuestras manos se movían apuntando la morada celestial o reprobando
el crimen y agregando a la palabra todos los imponderables con que la enriquece
el gesto. Los Apóstoles, las multitudes, creían en Vos y os adoraban.
Manos de
Maestro, pero también manos de Pastor. No sólo enseñabais, sino guiabais. La
función de guiar se ejerce más apropiadamente sobre la voluntad, como la de
enseñar más precisamente sobre la inteligencia. Y como sobre todo es por amor
que se guían las voluntades, vuestras divinas manos tuvieron virtudes
misteriosas y sobrenaturales para acariciar a los pequeños, acoger a los
penitentes, curar a los enfermos. Amor tan ardiente, tan abundante, tan
comunicativo, que, desde entonces hasta hoy, siempre que las manos de un
cristiano se mueven para acariciar a los pequeños, consolar a los penitentes,
administrar remedio a los enfermos, el amor que las anima no es sino una
centella de ese infinito amor.
Pero estas
manos tan sobrenaturalmente fuertes que a su imperio se doblegaban todas las
leyes de la naturaleza y, con un mínimo movimiento de ellas, el dolor, la
muerte, la duda huían, estas manos tenían aún otra función que ejercer. ¿No
hablasteis del lobo rapaz? ¿Seríais Pastor si no lo repelieseis? Y si hacéis
todo con fuerza irresistible, ¿cómo podría alguien no sentir el golpe del
latigazo que empuñaseis? El lobo, sí… y sobre todo el demonio. Vuestra vida
hizo patente que el demonio no es un ente de ficción o casi tanto, un ser al
que tan raras veces le es dado el poder de actuar, que prácticamente la inmensa
mayoría de las cosas pasan como si él no existiese. Los hombres hipócritas o de
costumbres disolutas, ostentando ropajes de justicia y hasta de sacerdocio,
todo esto aparece en los Evangelios, no sólo como consecuencia de la
depravación humana en virtud del pecado original y de nuestra maldad, sino
también como obra del demonio, activo, diligente, emboscando allí y más allá,
denunciando a veces su presencia con espectaculares manifestaciones de obsesión
y de posesión.
Vos expulsabais
al demonio, Señor, con terrible imperio, y delante de vuestra palabra grave y
dominadora como el trueno, más noble y más solemne que un cántico angélico, los
espíritus impuros huían despavoridos y derrotados. Tan derrotados y tan
despavoridos, que de ahí en adelante tuvieron que obedecer a vuestros apóstoles
con docilidad. Por todas partes donde vuestra palabra, predicada, fue aceptada
por los hombres, la impureza, la rebelión, el demonio huyeron siempre. Y sólo
volvieron a extender sobre la humanidad sus alas de sombra y su poder de
perdición, cuando el mundo comenzó a rechazar vuestra verdadera Iglesia, que es
vuestro Cuerpo Místico. Tan derrotados y tan impotentes, que bastará que los
hombres correspondan nuevamente a la gracia de Dios para que el imperio de las
potencias infernales una vez más decaiga y las tinieblas, la lascivia, el
espíritu de la Revolución vuelvan hacia los antros secretos de los cuales hace
siglos salieron.