GUERANGER


GUERANGER – 03/02/2025

Tratando de los ambientes muchas veces se analizan edificios, muebles, paisajes, etcétera, pero es interesante subrayar que el principal elemento de cualquier ambiente es el hombre. Esta verdad es evidente en lo que respecta a las ideas que el hombre exterioriza y a los actos que realiza. Pero es quizás menos evidente en lo que podríamos llamar los imponderables de la apariencia humana: el aspecto, la actitud, la mirada.

Detengámonos en el análisis de la mirada humana.

El cuadro representa una de las personalidades más insignes del movimiento ultramontano francés del siglo XIX: el benedictino Dom Prosper Gueranger, fundador y Abad del famoso monasterio de Solesmes, restaurador de la Sagrada Liturgia, escritor eximio y gran amigo de Louis Veuillot. La frente espaciosa, los rasgos destacados y vigorosos indican inteligencia y fuerte personalidad. Pero todo cuanto estos rasgos puedan significar se resume, se condensa y admite su máxima expresión en los ojos. Grandes ojos claros, luminosos, en los que jamás parece haberse reflejado ninguna debilidad o flaqueza humana. Grandes ojos que parecen hechos para la contemplación de lo más trascendental en esta vida y para los inmensos horizontes del Cielo. Pero al mismo tiempo, mirada de una invencible fuerza de penetración en relación a las cosas de la Tierra, capaz de traspasar todas las apariencias, todos los sofismas, todos los artificios de los hombres, llegando hasta el fondo más recóndito de los acontecimientos y de los corazones. Alma de varón justo y contemplativo, que mira a lo alto y profundamente, porque vive inmerso en las claridades de un pensamiento lógico, iluminado por la fe de la más estricta ortodoxia.

Ante esa mirada vienen a la mente las hermosas palabras del Papa Pío XII en 1953 a los miembros del Congreso Latino de Oftalmología: Todo se refleja en los ojos, no sólo el mundo visible, sino también las pasiones del alma. Incluso un observador superficial descubre en ellos los más variados sentimientos: cólera, miedo, odio, afecto, alegría, confianza o seriedad. El juego de todos los músculos de la cara se encuentra, de algún modo, concentrado y reunido en los ojos, como en un espejo.

Otra admirable expresión de unos ojos que la muerte cerró y que sólo se reabrirán in novissimo die para contemplar los esplendores temibles del Juicio Universal está en la mascarilla mortuoria de San Felipe Neri, famoso apóstol de Roma en el siglo XVI.

Fue tal el vigor de su personalidad que se refleja todavía una finura, una fuerza, una ironía suave y ligera, pareciendo dispuesta a entreabrir los labios en una imperceptible sonrisa, pero la “mirada” es la nota más expresiva, con una fijeza, una lucidez, una fuerza que traspasa no sólo los párpados, sino los velos de la muerte y del tiempo, dejando ver hasta el fondo la coherencia, la robustez y la fortaleza del alma que se fue. Fuerza, armonía, lógica de santo, que mereció ver en el Cielo la luz clarísima de Dios.