HUMANIDAD –
05/02/2025
La humanidad,
antes de Jesucristo, se componía de dos categorías nítidamente diversas, los
judíos y los gentiles. Aquellos, constituyendo el pueblo elegido, tenían la
sinagoga, la ley, el templo y la promesa del Mesías. Estos últimos, dados a la
idolatría, ignorantes de la ley, con falta de conocimiento de la religión
verdadera, yacían a la sombra de la muerte, esperando sin saberlo, o movidos a
veces por un secreto impulso, al Salvador que debería venir. Entre los
gentiles, aún se podrían distinguir dos categorías: los romanos, dominadores
del universo, y los pueblos que vivían bajo la autoridad del Imperio. Un
análisis de la época en que ocurrió la venida del Mesías implica hacer el
examen de la situación en que se encontraba cada una de estas fracciones de la
humanidad.
Se habla mucho
del valor militar de los romanos y del brillo de las conquistas que hicieron.
Es obvio que hay mucho que admirar en ellos bajo este punto de vista. Pero una
exacta ponderación de todas las circunstancias históricas nos obliga a
reconocer que, si los romanos hicieron grandes conquistas, los pueblos que
dominaron estaban en su mayor parte viejos y gastados, dominados por sus
propios vicios, y por esto propensos a caer bajo el guante del primer
adversario que se les opusiese. Afirmación ésta válida tanto para Grecia como
para las naciones de Asia y África, excepción hecha tal vez de Cartago.
¿Qué es lo que
había reducido a ese estado de debilidad a tantos pueblos, otrora dominadores y
llenos de gloria? La corrupción moral. La trayectoria histórica de todos ellos
es la misma. Al inicio, se encontraban en un estado semi primitivo, llevando
una vida simple, dignificada por una cierta rectitud natural. De ella les viene
la fuerza que les permite dominar a los vecinos y constituir un imperio. Pero
con la gloria viene la riqueza, con la riqueza los placeres, y con éstos la
disolución de costumbres. La disolución de costumbres trae a su vez la muerte
de todas las virtudes, la decadencia social y política y la ruina del imperio.
Y así, uno
después de otro, fueron apareciendo en el escenario histórico, creciendo hasta
su pináculo y menguando, los grandes pueblos del Oriente. Todas las naciones
civilizadas que Roma venció habían recorrido las diversas etapas de este ciclo.
Ella misma las recorrió a su vez. Las virtudes familiares de la Roma de la
realeza y de la República aristocrática le dieron la grandeza. Al final de la
República, el lujo comenzó a depravar los caracteres y tuvo comienzo la
decadencia. El Imperio, que es en su comienzo una magnífica puesta de sol, se
transforma gradualmente en pardo crepúsculo sin gloria.
Fue en el
momento en que Roma entraba en la fase aún áurea de esa ruta descendente, que
Jesús nació.
Hasta entonces,
cada nación civilizada pasaba el legado de su cultura al vencedor. Los persas,
por ejemplo, se nutrieron de la cultura asirio babilónica y egipcia. Los
griegos se nutrieron de la cultura egipcia y persa, los romanos de la cultura
griega. Y así, caminando del Oriente hacia el Occidente, vino siendo
transmitida la civilización. Extinta Roma, el legado de la civilización
quedaría en manos de los bárbaros, pero la Historia prueba que, sin la
participación de la Iglesia, ellos no se habrían civilizado con las invasiones,
y así, sin Jesucristo la caída de Roma habría sido el colapso de Occidente. En el cuadro el bautismo de Clodoveo. Con el ocaso de Roma, iniciado ya antes
de Cristo, era todo Occidente que amenazaba con desplomarse. Era el fin de una
cultura, de una civilización, de un ciclo histórico.