Bajo los frondosos árboles de un parque
parisino, cuatro elegantes damas de principios del siglo XX se entretienen. La
levedad, el aparato, la albura de los trajes dan al grupo un aspecto de
distinción, de juventud y de espirituosa alegría. Desde el punto de vista
psicológico, la ropa de la fotografía expresa con gran propiedad lo que la
mentalidad de la época exigía de una dama: gracia femenina, recato, espíritu,
refinada finura.
Con el paso del tiempo las circunstancias fueron cambiando, el ideal de la dama delicada, femenina, grácil y fina fue pasando por metamorfosis. Y acabó dando en el tipo de mujer eficiente, ingeniosa, de pelo cortado, gafas de sol, pantalones de hombre, camisa de hombre, zapatos de hombre, actitud de hombre y no pocas veces pretensiones de hombre, del que la segunda foto es un ejemplo.
El hombre, a su vez, se ha transformado.
El viento impetuoso de la modernización ha llevado su sombrero de copa o de
fieltro, ha barrido los mechones de su otrora opulento bigote con sus puntas
estilo “Kaiser”, ha suavizado su camisa almidonada, ha cortado sus pantalones
por la rodilla y lo ha transformado, convirtiendo a la persona barnizada y
seria de 1900 en el niño grande de 1954, de 30, 50 o 60 años, propenso a
ejercer todas las habilidades de la adolescencia como sacar un coche de un
barrizal, talar un árbol o, más modestamente, conducir un burro.
Esta inmensa transformación de la
vestimenta y del tipo humano supone, por supuesto, una modificación no menor
del estilo de vida, y del contenido más íntimo del alma humana. Y aquí radica
principalmente su importancia.
Habría que preguntarse si esta
transformación fue para bien o para mal. Si la inmolación de las exigencias más
fundamentales del gusto, la dilución de tantas características del sexo es un
bien o un mal.
Es verdad que entre las dos fotografía
hay la diferencia de que el matrimonio de 1954 está de excursión por el campo,
sin pretensiones sociales y las damas de 1900 están en un lugar de reunión
social. De ahí, y sólo de ahí, la diferencia.
Nadie ignora que las actitudes
deportivas, los modales deportivos, el ambiente deportivo, las ropas deportivas
están invadiendo toda la vida. Y que hay una tendencia creciente a llevar ropa
deportiva en circunstancias o entornos que nada tienen que ver con el deporte.
Esto indica claramente que, antes o después, estos serán los trajes habituales.
Es contra este espíritu de convertir la vida en una excursión que debemos
protestar, en nombre del sentido común.
Por supuesto que el ejercicio físico
practicado dentro de los límites adecuados no tiene nada de malo. Por el
contrario, merece elogios. Pero ver sólo el ejercicio físico en el deporte
contemporáneo, sin tener en cuenta toda la atmósfera psicológica que tan a
menudo lo rodea, es simplificar las cosas. Este ambiente, que trae consigo la
sobrevaloración del cuerpo, de la fuerza, de la salud, el culto a la comodidad,
la manía de reducir todo a lo más fácil, a lo más práctico, a lo más elemental,
la antipatía hacia el refinamiento, la distinción, las formas, los estilos y
los protocolos, resulta de toda una falsa doctrina sobre el deporte. Y es
posible, incluso necesario, combatir esta falsa doctrina sin con eso negar la
licitud y utilidad del ejercicio físico templado, compuesto y discreto,
igualmente capaz de desarrollar el cuerpo y proteger los verdaderos valores del
alma.
Falta de principios, oportunismo,
esclavitud a la moda. He aquí el conjunto de defectos que han provocado esta
inmensa transformación.

