GRIGNION –
28/04/2025
San Luis María
Grignion nació en Montfort en el año 1673. Ordenado sacerdote en 1700, se
dedicó a predicar misiones a las poblaciones rurales y urbanas de Bretaña hasta
su muerte en 1716.
En sus sermones
no se limitaba a enseñar la doctrina católica de modo que sirviesen para
cualquier época y cualquier lugar, sino que sabía dar realce a los puntos más
necesarios para los fieles que le oían.
La célebre
trilogía demonio, mundo y carne, él la tenía presente como uno de los elementos
básicos para el diagnóstico de los problemas de su siglo.
La sociedad
francesa en que vivió estaba gravemente enferma. En las tres clases sociales,
clero, nobleza y pueblo, preponderaban dos tipos de alma, los laxos y los
rigoristas. Los laxos, tendentes a una vida de placeres que llevaba a la
disolución y al escepticismo. Los rigoristas, propensos a un moralismo frío,
formal y sombrío, que llevaba a la desesperación cuando no a la rebelión.
Predicador de
la genuina austeridad cristiana, era suavizada por una tiernísima devoción a
Nuestra Señora. Nadie llevó
más alto que él la devoción a la Virgen Madre de Dios. En cuanto Mediadora
necesaria, por elección divina, entre Jesucristo y los hombres, fue el objeto
de su continua admiración, el tema que suscitó sus meditaciones más profundas,
más originales. Ningún crítico serio puede negarles la calificación de
inspiradamente geniales. Alrededor de la mediación universal de María construyó
toda una mariología que es el mayor monumento a Ella.
Toda esta
predicación está condensada en sus tres obras principales: la Carta Circular a
los Amigos de la Cruz, el Tratado de la Divina Sabiduría y el Tratado de la
Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, una especie de trilogía admirable,
toda de oro y de fuego, de la cual destaca como obra prima entre las obras
primas la última de ellas.
Fue un gran
perseguido. Este rasgo de su existencia es destacado por todos sus biógrafos.
Un vendaval furioso, movido por los mundanos, por los escépticos enfurecidos
ante tanta fe y tanta austeridad y por los jansenistas indignados ante una
devoción insigne a la Señora, de la cual dimanaba una suavidad inefable, se
irguió contra su predicación. De ahí se originó un torbellino que se levantó
contra él por toda Francia.
No pocas veces,
como sucedió en 1705 en la ciudad de Poitiers, sus magníficos autos de fe
contra la inmoralidad fueron interrumpidos por orden de autoridades
eclesiásticas, quienes evitaban así la destrucción de esos objetos de
perdición. En casi todas las diócesis francesas le fue prohibido el ejercicio
del sacerdocio. Después de 1711, sólo los obispos de La Rochelle y de Luzón le
permitieron la actividad misionera. Y en 1710, Luis XIV ordenó la destrucción
del Calvario de Pontchateau construido en recuerdo de una misión predicada por
él.
Ante ese
inmenso poder del mal, el santo se reveló profeta. Con palabras de fuego,
denunció los gérmenes que minaban la Francia de entonces y vaticinó una
catastrófica subversión que de ellos habría de derivar. El siglo en que San
Luis María murió no terminó sin que la Revolución Francesa confirmase de modo
siniestro sus previsiones.
Un hecho al
mismo tiempo sintomático y entusiasmante es que las regiones en donde tuvo
libertad de predicar su doctrina y en las cuales las masas humildes le
siguieron fueron aquellas en que los chouans, insurgentes
contrarrevolucionarios bretones, se levantaron en armas contra la impiedad y la
subversión. Eran los descendientes de los campesinos que habían sido misionados
por el gran santo y preservados así de los gérmenes de la Revolución.