SIEGA


 

SIEGA – 10/07/2025

El cronista catalán Josep Pla escribía que la adopción cada vez más generalizada de las máquinas de segar le hacía revivir en la memoria el recuerdo de los segadores de hoz que venían de la Cerdaña, a segar los campos de lo que llamaba su país, la comarca del Ampurdán. Después de sembrar, la buena cosecha dependía del cielo y de ellos. Hoz en mano, gavilla a gavilla, recogiendo cada espiga que caía por el camino. El trabajo lo realizaban frecuentemente en cuadrillas. La chica les llevaba la comida. En una masía a las 5 llamaba la corneta a segar, 6 desayunar sopa, judías con una rodaja de butifarra, 7 beber vino, 8 volver a beber vino, 9 almorzar patatas con costilla, 10 beber vino, 11 tomar una galleta y vino, 12 comer escudella, 13 el aguardiente, 14 la miel con pan y vino, 15 beber, 16 merendar arroz con conejo, 17 beber, 18 beber, 19 tostadas con ajo y aceite más el aguardiente, 20 terminar y cenar en la casa. Los vio en su infancia y tenían un aspecto magnífico. Trabajaban a destajo, a tanto la besana, y comían copiosamente unas grandes fuentes de barro amarillo llenas de cebollas y tomates regados de aceite luminoso. El pan moreno era sabroso y el vino tenía una positiva presencia. Las viejas cualidades de las cosas, del pan, del vino, del aceite, parecen haberse esfumado para siempre. Aquellos segadores con la hoz en la mano entraban en los campos fascinados por el trabajo, sudaban desde el amanecer hasta que oscurecía y concentraban todo el olor del precepto bíblico. Pero con los labios untados en aceite, el pan moreno en la faja y el porrón asequible, parecían más satisfechos y potentes que los hombres de hoy, tan escuálidos, pretenciosos y tristes.

Después se segó con la guadaña. Cada campesino segaba su trigo con su personal y la familia. Era la siega familiar, la típica de las masías, con el pater familias al frente, los hijos detrás y las mujeres atando las gavillas de espigas. Era un espectáculo que a la larga resultaba algo monótono, pero de una dignidad insuperable. Cuando a media tarde se presentaba el muchacho con el cesto de la merienda, cubierto con una servilleta blanquísima de tela casera, el sol se volcaba sobre la mies de las espigas. Era un deslumbramiento aurífero. Se buscaba una sombra. La servilleta era tendida en el suelo. El porrón mofletudo, cebollas y tomates parecían esperar la bendición del aceite, las rebanadas de pan tenían una magnitud solemne. Si no había una sombra cercana se comía a pleno sol, sin decir nada, con el mismo ávido silencio que caracterizaba toda la labor. Las golondrinas volaban a ras de la espiga. El cielo desamueblado, de un azul incandescente y pálido, parecía vacío. Si por casualidad pasaba una nube, la miraban masticando una cáscara de cebolla o a través de la mancha del vino en el porrón levantado sobre el cielo. El sol tenía una presencia universal, maravillosa y tranquila. La tarde iba cayendo lentamente con una rotundidad turgente y plenitud inmensa. La luz de todo el día, sólida y dura, iniciaba una ligera caída en la dulzura. Después se afilaba la guadaña con la piedra pómez húmeda y la respiración febril de los hombres y mujeres se proyectaba otra vez sobre el trabajo.  Entre dos luces la gente regresaba a casa en fila india, con los cestos, cántaros y guadañas al hombro, siempre con el mismo fatigado silencio, dejando en el aire un rastro de sudor bíblico.