CHENONCEAUX – 06/11/2025
La impresión que el castillo de Chenonceaux causa, a
primera vista, es de entusiasmo. Imaginemos que fuera un castillo construido
sobre la tierra, y que, en vez de correr un río debajo de él, pasara una
polvorienta carretera. ¿No es verdad que el castillo perdería al menos
cincuenta por ciento de su encanto? Su constructor trató de producir esa
sensación de extasiamiento.
Fue una obra basada en el principio de que todas las
cosas que se reflejan en el agua aumentan su belleza. Se tiene una sensación
paradisíaca viendo las aguas del río fluir tan plácidas, marcadas por el azul
del cielo, y el castillo que en ellas se refleja reproduciendo la imagen de sí
mismo. La mayor belleza del castillo consiste en la concreción de esa idea
originalísima de construir una parte de él sobre un puente. Y eso de tal manera
que se podría decir que parece un cisne sobre el agua. Es un castillo cisne.
¡Flota sobre el agua como si fuera una fantasía, algo irreal, un sueño!
Cuánta armonía hay, según el espíritu francés, en esa
portentosa obra arquitectónica. Llama la atención el contraste entre los arcos
del puente, tan diáfanos y ligeros, y la base pesada de la parte central. Esa
mezcla de firmeza, estabilidad y delicadeza forma un contraste armónico de
cualidades opuestas, que acentúa la seducción inherente en esa parte del
edificio. Todo lo que parece espontáneo se estudió con ingenio extraordinario
para causar un efecto de armonía, de tal manera que esa noción surge sin que la
mayor parte de las personas consiga explicitarla. Se tendría el derecho de
dudar si se trata de una realidad o de un cuento de hadas, considerando la
armonía, la ligereza, la suprema distinción de este castillo, construido sobre
las aguas, de una serenidad y de una profundidad dignas de servirle de espejo.
Hasta se podría decir que esta inimaginable fachada fue hecha para ser vista
principalmente en su reflejo de las límpidas aguas sobre las que posa. Se trata
de una realidad, sí, pero de una realidad feérica, nacida del genio francés. Se
distingue por una armoniosa conjunción de fuerza y de gracia, de simetría y
fantasía, tan típica del alma francesa. Hay una continuidad estética entre el
castillo real inmerso en el aire diáfano, y el castillo irreal “inmerso” en el
río Cher. La armonía es perfecta. Tan perfecta que rayaría en la monotonía si
lo que tiene de profundamente plácido no fuese armónicamente compensado y
realzado por un contraste. El aspecto de la fuerza es la base. El
primero y segundo piso son más leves, con sus grandes ventanas y la poesía de
sus torres. Las mansardas y el techo son de una lozanía, una diversidad, una
belleza casi musical.
No es difícil imaginar cómo sería la vida en este
castillo, en sus siglos de gloria, por ejemplo, en las noches calientes y
plácidas, con todas las luces encendidas reflejándose sobre el río, la música
saliendo por las ventanas abiertas hasta perderse entre las flores del parque o
en la superficie dulcemente móvil de las aguas.
