INTERPENETRACIÓN – 31/03/2025
La
fotografía muestra los cuatro hijos del Maharajá de Kapurthala, a comienzos de
siglo pasado. El grupo impresiona agradablemente por un algo
quintaesencialmente noble, gracioso y delicado que se percibe en la actitud,
en la expresión de las fisonomías y en los trajes de los principitos.
Se
trata de auténticos príncipes, auténticos hindúes. Sin embargo, es fácil
advertir que, sin perjuicio de esta autenticidad, algo de nuestra civilización
penetró muy profundamente en ellos y en la atmósfera que los rodea.
El
mejor fruto de las relaciones pacíficas que se debe establecer entre dos
grandes civilizaciones que se encuentran es éste: un intercambio de valores
realizado con discernimiento y equilibrio, de suerte que una y otra se
enriquezcan y ninguna pierda su autenticidad. La peor fórmula es, por el
contrario, la destrucción de una por la otra.
La
Iglesia no se identifica con la civilización y la cultura de ningún pueblo. Sin
embargo, está en la índole de aquélla promover la conservación y el incremento
de todo cuanto haya de recto y sabio en las más diferentes civilizaciones y
culturas, así como la eliminación de lo que en ellas haya de falso o malo. Bien
se ve cuánto la influencia católica tiende a promover aquella juiciosa
interpenetración de valores. Cuando esta interpenetración se hace bajo la
influencia de la Iglesia, resulta de allí una unidad esencial pero
armoniosamente variada entre las civilizaciones y culturas. Se llama
civilización cristiana a esta superior unidad, basada en la fe.
Si
la acción de la Iglesia entre los pueblos de Oriente hubiese alcanzado su plena
influencia, todo lo típico, elevado y recto en la civilización y en la cultura
hindú habría sido conservado. Ciertos abusos innominables que coexistían con
estos valores auténticos como la idolatría o la situación miserable de los
parias y de muchos trabajadores, por ejemplo, habrían sido eliminados. Y hoy
tendríamos una India bien hindú, bien embebida de su admirable tradición, y al
mismo tiempo bien cristiana y favorecida por la aceptación de los mejores
valores de Occidente. Y Occidente, a su vez, ¡cuánto podría ganar al entrar en
contacto con una India así!
En
alguna medida, este trueque de valores se estaba produciendo entre las clases
altas de la India y Occidente, hasta la segunda guerra mundial, y a partir de
allí se habría propagado sin demoras, normalmente, hacia los otros estamentos
sociales.
Estos
pequeños príncipes, que traen consigo una atmósfera de evocaciones de las “mil
y una noches”, pero que ya asimilaron algo de la delicadeza y de la nobleza del
“aire de la corte” occidental, son una manifestación característica de esto.
Pero
la Revolución entró en escena y destruyó las tradiciones, tanto en la India
como en Occidente, pronunciandose contra todo cuanto era auténtico y orgánico.
So pretexto de corregir abusos, construye una nación cosmopolita, inorgánica,
que va pasando de la autoridad tantas veces excesiva de los marajás al
despotismo de la máquina, de la burocracia y de la técnica de la propaganda.
¿La
India ganó con esto? ¿Perdió? La pregunta daría margen para discusiones sin
fin, y tendrá el inconveniente de desviar la atención hacia otro problema,
inmensamente más interesante: ¿por qué aquel país no recorrió el camino seguro
que, por lo menos bajo algunos aspectos, había comenzado a seguir? La respuesta
a esta pregunta la apuntamos en el artículo de mañana.