MÓNICA –
27/08/2025
La madre de San
Agustín, Santa Mónica, pasó unos 30 años llorando y pidiendo a Dios la
conversión de su hijo. Parecía que cuanto más rezaba la conversión se volvía
más lejana. Hasta que, de desatino en desatino, Agustín acabó comiendo las
bellotas de los cerdos y comenzó un proceso de conversión que hizo de él un
gran doctor de la Iglesia.
Ya convertido,
él y su madre decidieron volver al norte de África, en aquel tiempo totalmente
romana, concretamente a la ciudad de Cartago, de donde eran, para vivir allí.
Así es que recorrieron una aparte de Italia para embarcarse en el puerto de
Ostia, cerca de Roma, que entonces tenía cierta importancia. Estando en una
hospedería de la ciudad, junto a una ventana que daba al jardín, comenzaron a
conversar sobre Dios y las cosas del Cielo, cuando los dos juntos tuvieron un
éxtasis.
Él relata este
coloquio extraordinario y es uno de los trechos más famosos de las
“Confesiones”. Es una verdadera búsqueda del absoluto.
Comienzan considerando primero las cosas de la Tierra, que lisonjean los
sentidos, porque estaban en el Imperio Romano decadente, en el que había
fortunas fabulosas y tenían lujo para deleitar los sentidos. Entonces, la
primera comparación es de la felicidad celestial con la felicidad de los
hombres que en tiempos del Imperio eran considerados felices. La respuesta es
que esto no es nada. Se preguntan a continuación: ¿Cómo es entonces la
felicidad verdadera? Van recorriendo los cielos, imaginando con los datos del
cielo material y visible, como sería el paraíso celeste material, pero
invisible, y cómo sería la gloria de la visión beatífica que en este paraíso se
goza. Ese es el esquema de su conversación.
O sea, después
de haber considerado todas las cosas materiales, comienzan entonces a
considerar el alma como elemento para tener algo de la idea de belleza, de la
perfección de Dios. Y después de considerar el alma, llegan a la conclusión de
que en el ápice de todo esto figuraba la Sabiduría Eterna e increada. Esa
Sabiduría que es eterna, que no tiene pasado, ni presente ni futuro. Fue en esa
consideración sapiencial, suprema, que los espíritus de ellos se detuvieron. Es
el éxtasis. Mientras conversaban sobre estas cosas, conducidos por la gracia de
Dios, en cierto momento la Sabiduría se les reveló y tuvieron un fenómeno
místico por el que vieron a Dios.
Es algo muy
natural: son dos santos que tienen una conversación que es una oración, esta va
subiendo de vuelo, de punto en punto, y cuando llega a su ápice, se les aparece
Dios Nuestro Señor, pero aparece dándose a conocer como Sabiduría Eterna. Y
todo esto con tanta simplicidad, en la ventana de una hospedería de Ostia…
Hay una
insinuación de que Dios les dijo una palabra. Naturalmente es el Verbo. Y que
esto fue dicho por Dios sobre su propia Sabiduría, fue una cosa tal que lo que
continuasen conversando sería un balbuceo. La visión cesó y las palabras de
ellos eran cosas vacías comparado con lo que Dios les había revelado de sí
mismo. Él afirma que, si un alma pudiera quedarse eternamente sólo en aquel
vislumbre, ya tendría un placer paradisíaco inefable, extraordinario.
Pocos días
después ella moría en esa ciudad. Su misión en la Tierra estaba cumplida y
Nuestro Señor la llamó al Cielo para gozar del premio que merecía. El último
episodio de su vida fue la alegría de tener ese coloquio, que era un preludio,
un anticipo de la visión beatífica.