MUSEOS – 30/04/2024
A lo largo de las salas y de las galerías en que las
obras maestras están expuestas, el alma se va dilatando y enriqueciendo por la
contemplación de mil maravillas. Pero al mismo tiempo una sensación de vacío,
de postizo, de violentamente artificial se va formando en el fondo del corazón.
Y esa sensación explota cuando el visitante al salir tiene la impresión de que
se lleva dentro de sí un inmenso caos. Y como la naturaleza humana, en sus
mejores aspectos, tiene horror al caos, lo que de ahí resulta es que el museo
comienza a parecer un inhumano y antipático almacén de esplendores de todos los
siglos.
Esos cuadros fueron hechos para capillas, para mansiones
señoriales, para catedrales o palacios y sólo quedarían totalmente bien en los
lugares para los cuales fueron hechos. Esto se puede decir también de obras
maestras de otros géneros diferentes a la pintura.
Fuera de su hábitat natural, la obra de arte, la mayor
parte de las veces, pierde su “vida”, pasa a ser como las hierbas o las flores
secas y muertas de un museo de botánica.
La solución de los museos seria vaciarlos en amplia
medida reintegrando los objetos a sus ambientes propios, haciéndolos así más
comprensibles y naturales.
San Pio X sustentaba que las obras artísticas e
históricas debían permanecer en el lugar para el cual habían sido creadas, y
que retirarlas de allí, desfigura a menudo el fin buscado por sus autores. Le
parecía que la distribución por todo el país de las inspiradas obras del genio
humano y de los recuerdos del pasado, ayudaba a cultivar, más que cualquier otra
cosa, el gusto del pueblo, despertando las dotes naturales de los eventuales
artistas.
En el cuadro vemos un bodegón del pintor español Luis
Meléndez hijo de pintor miniaturista del cual recibió formación artística. Hizo
casi toda su carrera en Madrid y fue uno de los primeros estudiantes de la Real
Academia de Bellas Artes.
Había realizado algunas obras religiosas, entre ellas una
Sagrada Familia para la princesa de Asturias, María Luisa de Borbón, pero se
especializó en naturalezas muertas, siendo considerado uno de los mejores
pintores de ellas del siglo XVIII.
Pintó 44 bodegones representando toda una serie de frutas
y verduras del país para el príncipe de Asturias, futuro rey Carlos IV. Muchas de ellas se encuentran actualmente en
el Museo del Prado.
Su estilo estaba dotado de austeridad y perfección en la
representación de los objetos. Las texturas de los materiales mostraban gran
seguridad en el dibujo y minuciosidad en los detalles. La composición sencilla
y la luz caracterizada por un contrastado claroscuro, se encuentra en la mejor
tradición de los bodegones barrocos de Zurbarán, cuyo fondo suele ser vacío o
geométrico, aunque también cultivó bodegones con paisajes de fondo. Estudió los
efectos de la luz y el color de frutas y verduras, así como de las vasijas de
cerámica, vidrio y cobre. Los fondos los matizaba con un color neutro, dejando
la iluminación fuerte para resaltar los contornos del volumen de los objetos
representados, consiguiendo así los terciopelos de las frutas, la transparencia
en los racimos de uva y los interiores brillantes de la sandía. Todo lo unía
con tonos tierras u ocres.
Los grandes temas nunca le atrajeron, pero sí las cosas
comunes de la vida cotidiana. A pesar de su talento murió en situación de
indigencia.