
CONTRADICCIÓN – 19/05/2022
El simple enunciado del Santísimo Nombre de Jesús
recuerda la idea del amor. ¡El amor insondable e infinito que llevó a la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad a encarnarse! El amor expresado a
través de esa humillación incomprensible de Dios que se manifiesta a los
hombres como un niño pobre, que nace en una gruta. El amor que se manifiesta a
través de aquellos treinta años de vida recogida, en la humildad de la más
estricta pobreza, y en las fatigas incesantes de aquellos tres años de
evangelización, en que el Hijo del Hombre recorrió caminos y atajos, transpuso
montes, ríos y lagos, visitó ciudades y aldeas, atravesó desiertos y poblados,
habló a ricos y pobres, esparciendo amor y recogiendo la mayor parte del tiempo
principalmente ingratitud. ¡El amor demostrado en aquella Cena suprema,
precedida por la generosidad del lavado de los pies y coronada por la
institución de la Eucaristía! El amor de aquel último beso dado a Judas, de
aquella mirada suprema dirigida a San Pedro, de aquellas afrentas sufridas en
la paciencia y en la mansedumbre, de aquellos sufrimientos soportados hasta la
total consumación de las últimas fuerzas, de aquel perdón mediante el cual el buen
ladrón robó el Cielo, de aquel don extremo de una Madre celestial a la
humanidad miserable.
Así al examinar la vida de Nuestro Señor, no encontramos
nada que no excite a la más razonable, a la más alta, a la más firme
admiración. Como maestro, enseñó la plenitud de la verdad. Como modelo,
practicó la perfección del bien. Como pastor, no escatimó esfuerzos, ni
misericordia, ni severas amonestaciones para salvar a sus ovejas, y terminó
dando por ellas su Sangre, hasta la última gota. Demostró su misión divina con
milagros estupendos, llenó las almas de incontables beneficios espirituales y
temporales. Extendiendo su solicitud a todos los hombres, en todos los tiempos,
instituyó esta maravilla de las maravillas, que es la Santa Iglesia católica,
hoy totalmente eclipsada para castigo de la humanidad.
Por esto fue amado. Hay en ser amado una
forma particular de gloria. Y ésta la tuvo en proporciones únicas. A su
alrededor el tropel del pueblo era tan grande, que los Apóstoles tenían que
protegerlo. Cuando hablaba, las multitudes lo seguían en el desierto, sin
pensar en abrigo ni en alimento. Cuando entró en Jerusalén, le prepararon un
triunfo verdaderamente real. En materia de amor, esto es mucho. Las almas
continuaron amándolo, en un momento de dolor inexpresable, cuando el Sepulcro
se cerró y las sombras y el silencio de la muerte se abatieron sobre el Cuerpo
desangrado. Pero hubo aún más. En el momento en que el aparente fracaso de la
Pasión y Muerte dejaba caer un velo de misterio sobre su misión y parecía
desmentirlo completamente, en el que todo parecía terminado, mil veces
terminado, hubo almas que continuaron creyendo en Él y amándole. Fue la
Verónica, las santas mujeres, el Apóstol virgen, quienes continuaron amándole. Existió,
sobre todo, sin comparación, María Santísima que practicó de modo ininterrumpido
actos de amor como jamás el Cielo y la Tierra juntos serían capaces de
practicar con igual intensidad y perfección. Cada uno de estos
episodios fue meticulosamente estudiado por los sabios, piadosamente meditado
por los santos, maravillosamente reproducido por los artistas.
El odio y el amor a Nuestro Señor Jesucristo se explican
porque fue puesto como signo de contradicción para ruina y resurrección de
muchos en Israel.