NATURALISMO – 24/01/2022
Cuando se entra en la Galería de los Espejos, en
Versalles, la primera impresión que se tiene es de amplitud. Inmenso es el
suelo, en cuya superficie pulida la luz que entra de varias partes parece
encontrar campo abierto y libre para sus juegos multiformes. La longitud y
altura de las paredes son acentuadas por los arcos altos y estrechos que de un
lado dejan ver las vastitudes del parque, y del otro están guarnecidos de
espejos cuyos reflejos amplían aún más las perspectivas. El techo abaulado, en
la riqueza exuberante de su policromía ostenta tal número de figuras alegóricas
que hace resaltar más la amplitud del conjunto. Pero a esta primera impresión
se sobrepone la de proporción admirablemente armoniosa entre la altura, largura
y anchura, así como entre los varios elementos decorativos de la pared del
fondo, el arco está en una relación perfecta con el abaulado del techo. Los
paneles de un y otro lado del arco están exactamente proporcionados entre si y
con las respectivas paredes. La lámpara de la sala contigua, que se entrevé al
fondo, tiene exactamente el tamaño necesario para ser vista a través del arco. Una
misma armonía fuerte, casi se diría inflexible, penetra, ordena, triunfa en
todo, sujetando todas las formas, todas las líneas, todos los colores, al
dominio de un gran pensamiento central, que reina y refulge hasta en los más
insignificantes pormenores. Es un pensamiento lleno de grandeza, coherencia,
fuerza, gracia y amenidad, imagen fiel de la idea que el absolutismo tenía del
orden temporal: una relación armónica de todas las cosas, constituida y
mantenida por el imperio de la voluntad fuerte, esclarecida, paternal, y
siempre invencible del Rey. Esta armonía tiene algo de triunfante y festivo. La
sala está hecha para la gloria y el placer. Tiene la fisonomía de una sociedad
que juzgaba haber adquirido la estabilidad, abundancia y bienestar perfecto de
la vida terrenal. Bienestar, gloria y placer terrenos, orden
natural. Todo eso se expresa allí con admirable nitidez e inteligencia.
La naturaleza es creada por Dios, y es buena y bella en
sí misma. Esta bondad y belleza de la vida terrena puramente natural puede y
debe ser reconocida por el artista católico. ¿Pero basta esto? ¿Dónde está la
idea del pecado original, de la lucha entre el bien y el mal, de la necesidad
de mortificación, de la muerte, y, más allá de la muerte, del infierno y del
Cielo? ¿Dónde está la idea de un Redentor que padeció y murió por nosotros en
un océano de dolores inimaginables? ¿Dónde están todos los valores de la
Revelación y Redención, tan presentes y tan vivos en el arte medieval? ¿Dónde
está, en una palabra, la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo? Por más que en este
ambiente se reconozcan cualidades de alma admirables, las mismas cualidades
contra las cuales la Revolución de 1789 se levantó, si lo comparamos al gótico
debemos reconocer que en él se nota mucho más el soplo del pensamiento pagano
que la marca del santo Bautismo.
Los hombres que bailaban en la Galería de los Espejos
rezaban en la Capilla del Palacio de Versalles que parece un prolongamiento, un
complemento de aquella. El tema de las pinturas es religioso pero las
actitudes, los gestos, la expresión de los Santos son más o menos las de los
dioses mitológicos de la sala de los espejos. Los arcos, la columnata tiene un algo de
aparatoso y festivo. Todo respira corrección natural, orden, compostura, nada
expresa misticismo y fervor sobrenatural. Parece una capilla de hombres felices
y autosuficientes, que no desean más que una vida terrena próspera y que allí
van a visitar a Dios por mero deber de amable cortesía. Nada parece preparado
para ambientar la oración de hombres sufridores, en lucha contra el mundo, el
demonio y la carne, y deseosos del Cielo. El naturalismo de la época marcó su influencia
no sólo en la vida temporal sino también en la espiritual.